Cuando aquel luminoso 21 de mayo
de 1966, las puertas se cerraron con un ruido ensordecedor, mi novio y yo
estábamos dándonos un apasionado beso en uno de sus rincones. Ni cuenta nos
dimos. Me había pedido que nos casáramos y con la emoción nos quedamos dentro.
Ya nadie volvió a subir ni a
bajar de ningún vagón, los trenes no paraban. Recorríamos todo el andén con los
brazos en alto haciendo señales, pero los pasajeros no nos veían. Iban tan
ensimismados en sus pensamientos, leyendo o hablando que nadie se percató de nuestros
gritos. Subíamos los peldaños de las escaleras y dábamos golpes en las puertas
de entrada y salida. Nada. Todo era silencio.
Mi hombre, con aquellos ojos
color de avellana llenos de vida, perdió la esperanza. Me tomó de la mano y nos
sentamos a aguardar un milagro. Soñábamos con las mantecadas de aquel convento
cerca de mi casa, con la fuente de agua cristalina de nuestro barrio, pensábamos
en la angustia que tendrían sus padres y los míos por nuestra desaparición. Nos
arrebujábamos en el suelo de la taquilla con mi abrigo azul marino y su
chaqueta de pana marrón. Esperando, siempre esperando. Llorar hacía que nos sintiéramos
mejor.
Muchos años pasaron y un día se
abrieron las puertas y comenzó un ir y venir de gentes, albañiles, carpinteros,
pintores, hombres con cascos dando órdenes… Nuestra antigua estación de
Chamberí, nuestro hogar, se iba a convertir en museo. Nos presentamos ante
ellos, pero lo mismo que los pasajeros de los trenes, no nos hicieron caso. Poco
importa ya.
Ahora nos entretenemos recorriendo
el museo, viendo fotografías, logotipos, carteles, el silbato con el que el
jefe de la estación daba la señal de apertura y cierre de puertas… Y aunque hacemos
ruidos extraños, algún que otro empujoncito a los visitantes, pasamos a través
de las parejas de enamorados, y jugamos con los niños, pocos son los que se
estremecen.
El olvido duele.
© Marieta Alonso Más
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