Ya soy algo mayor. Tengo
noventa años y todos los días salgo a dar un paseo mañanero como me ha
recomendado mi médico de cabecera, un joven recién llegado al pueblo que receta
a todos sus pacientes gastar la suela de los zapatos, beber más agua y menos
vino, lo que es este facultativo no sabe ganar amigos.
A la hora de la comida mis
biznietos preguntan por mis andanzas, que con quién me he topado en mi caminata,
que si he ganado a mis amigos en el mus ‒como si hiciera falta preguntarlo‒ que
si he hablado mal del alcalde, y como siempre he tenido una imaginación exuberante
aderezo las novedades de mi rutina con vivos colores.
Unas veces encuentro a
Ruperto, mi amigo de la infancia, y me enumera todos sus achaques, también
saludo a Clotilde que cada vez que me ve me pide matrimonio, y a un melenudo
cubierto de tatuajes que me incita a probar un porro. Ni se te ocurra acercarte
a mi familia, le amenazo con el bastón.
Hoy el camino solitario
amenazando lluvia me llevó a la linde del bosque y paso a paso me fui
adentrando entre los árboles esquivando ladinas serpientes, espantando
pajarracos que me rozaban la boina con sus enormes alas, pisando monstruosas
arañas, cuando ¡de pronto!, se me puso frente a frente un famélico león.
Nos miramos a los ojos y le
hablé con raciocinio.
‒No te entusiasmes conmigo que
no soy buena presa, mírame bien, hueso y pellejo, nomás.
‒Tranquilo. No te haré daño ‒contestó
en un tono triste‒ aunque tengo bastante hambre. Esta tarde mi festín será un
joven con una leona pintada en el trasero, que cada día se burla de mí.
‒¿Por qué estás solo? Y ¿tu
manada?
‒La vejez amigo, la vejez. A
mi territorio llegó un león, buen mozo, engreído. intrépido que me robó el
liderazgo.
Nos sentamos a charlar
recostados en el tronco de un frondoso árbol, y entre unas cosas y otras
transcurrió la mañana. Es triste llegar a viejo y no poder salir a cazar, me
dijo.
Le rogué que no se comiera al
melenudo, el del tatuaje, que solo le diera un buen susto, a ver si se marchaba
del pueblo. Era una mala influencia para la juventud. Y prometí traerle carne
fresca todas las mañanas. El carnicero Perico, es un buen amigo mío, comenté, y
me dio la pata en señal de amistad. A paso lento regresé al calor de mi casa.
‒En esta isla no hay leones
‒sentenció el Séneca de mi casa que tiene once años.
‒Entonces era una pantera ‒y
de un trago me tomé mi vasito de vino tinto.
‒Tampoco hay panteras.
Este chaval es tan tozudo
como mi mujer que en gloria esté.
‒Pues sería un impala ‒y
alargué el vaso a mi nieta para que me echara más vino.
‒Imposible ‒y me miró como si
fuera el tonto de la familia.
Los niños de ahora con tanta
televisión, documentales, tablets y móviles, no respetan a sus mayores. Menos
mal que mi maltrecho ego fue redimido por el pequeño de cuatro años que
saltando a mi regazo pronunció alto y claro que, si su bisabuelo aseguraba haber
hablado con el rey de la selva, era la pura verdad. Mi bisa nunca miente.
Y lo
dijo con tal convicción que hasta me lo creí.
© Marieta Alonso Más
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