Este cuadro está frente a mi cama y lo
miro con detenimiento cada mañana y cada noche. Es mi madre, Alfonsina,
una mujer singular. Y recordaba con agradecimiento y sorpresa cómo había
llegado a mis manos.
El viejo pintor, del que todos decían
que le dominaba un genio impredecible, a mis nueve años me inspiraba
terror. La primera vez que le vi me admiró lo menudo que era, pues yo
pensaba que un hombre de su fama tenía que ser imponente, grandioso. Iba
envuelto en un batín con dibujos de cachemir y un sombrero oriental
rojo intenso que le daba un aspecto extraño. Gruñía, hablaba solo,
enfadado, como un oso diminuto y rabioso después de hibernar. Tenía una
manera destemplada de pedir la comida o los pinceles y a veces tiraba
todo al suelo, paleta, frascos y hasta fui testigo de cómo destruía una
tela a patadas. Mi madre, con las manos entrecruzadas igual que una
abadesa y mucha dulzura, se estaba quedando sordo le disculpaba, y los
dedos le dolían por la artrosis y eso, al pobre hombre le malhumora. Y
con un mohín de disgusto y la voz más baja, peor aún, había perdido la
inspiración remataba en tono confesional, pero en el fondo era un buen
hombre y que tuviera paciencia.
Cuando iba a recogerla después de salir
de la escuela, le espiaba por los ventanales desde un lugar en el que no
podía verme, y a veces lo observé delante de un lienzo en blanco,
sostenerse la cabeza con un gesto de desesperanza.
Desde hacía dos años, cuando murió mi
padre, ella se ocupaba de limpiarle el estudio, hacerle la compra y de
que se mantuviera un cierto orden en la casa, en la que aparecían de
forma intempestiva mujeres, artistas jóvenes buscando el consejo del
gran hombre, modelos y amigos que acababan con las reservas de bodega y
despensa.
Al día siguiente, el viejo, de peor
humor y con quejas de dolores por todo el cuerpo, se lamentaba de ya no
aguantar nada, ni el vino, ni el cotorreo, ni a las mujeres.
—Me queda poco tiempo y menos inspiración, y la poca que me queda me la arrebatan estos gorrones —le espetaba a mi madre.
Sin inmutarse, ella recogía el
desbarajuste dejado y alguna prenda femenina de lasciva huella, que iba
metiendo en una bolsa de recuerdos, le aseguraba al maestro con una
picardía correosa, y poco a poco se reinstalaba el buen hacer y el
orden.
Nos fuimos a vivir a su casa, las noches
eran muy tristes sin su Alfonsina, la única que le había comprendido
gimoteaba el artista, y con una expresión angustiada, que el chico
estuviera solo y ella yendo y viniendo, no era prudente. Mi madre, desde
su robustez morena y pacifica, le observaba con tal intensidad que él,
con la cabeza gacha como un niño desvalido, le pedía dócilmente que le
diera masaje en los dedos con el aceite de árnica, o en la espalda. Sus
manos eran benéficas, susurraba con dulzura. Ella, paciente, en una
silla frente a él, apoyada en las rodillas entreabiertas, un dedo tras
otro, despacito, conseguía que el viejo en vez de gruñir gorjeara como
un pajarillo feliz.
No volvieron amigos ni modelos.
Un día que llegué antes de lo previsto,
me asomé sin hacer ruido por el ventanal y sorprendí a mi madre tumbada
sobre el diván en una perfecta desnudez, plácida, sonriente. El maestro
la pintaba extasiado, en un silencio en el que solo se oía el ruido de
los pinceles. Eché a correr. Al volver por la noche mi madre, sombría,
me dijo que eso era solo arte y que de ese arte viviríamos los dos. Así
que: ¡chico, a callar!
Y se le oía llamarla de lejos.
—No puedo vivir sin ti, Alfonsina, eres mi inspiración, mi luz.
Igual que un niño que ha encontrado un
tesoro escondido, no paraba de repetir que el arte había vuelto a su
sangre solo por ella, y la miraba con adoración agradecida. Él dejó de
gruñir y pintaba sin descanso a mi madre con trajes orientales, como una
diosa, una libélula, y al tenue calor del brasero del estudio el
maestro resucitaba y se encogía a la vez, como una pavesa en su último
esplendor. Otra tarde, la última, me la encontré disfrazada con un
turbante rojo, un traje ribeteado de armiño, apoyada en el respaldo de
una silla y una mirada serena y lejana. Al oírme entrar el artista se
giró, lo que sentía de morirse, era no haber conocido antes a una mujer
como ella y no tener un hijo fuerte y moreno como yo, me aseguró con
feroz intensidad.
—Sí, como tú —y su mirada brillaba con resignada y sabia entrega.
Esa noche, mientras mi madre le ponía
los polvos calmantes que le daba a diario para sus dolores de artrosis
en la leche caliente, le quedaba muy poquita vida me confesó con
expresión tranquila. Nos miramos apenados. Luego con paso firme y voz
arrulladora le llevó la bebida a la cama, donde se quedaba con él hasta
que se dormía.
Cuando murió, nos quedamos a vivir en su
casa y heredamos sus obras. En el cuadro del turbante que pintó esa
última tarde, y que yo tengo frente a mi cama, al darle la vuelta pude
leer escrito por él con trazo firme. “No me importa que me estés matando
porque también me has dado la vida”
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