Consentidora de mil prodigios, la luna
siempre ha estado presente a lo largo de mi vida. Su carácter femenino
y, por tanto ambivalente, nos ha permitido desarrollarnos en un universo
de marcada condición masculina. Ellos veneran al sol, porque bajo sus
rayos todo está claro, no hay lugar para dobleces. Nosotras nos movemos
en las turbias sombras de la noche. De ahí nuestra complejidad.
Nunca había entendido el axioma de viajar para encontrarse, pero eso fue lo que sucedió.
Pasé la niñez en Saint Tropez, donde el
traje de baño era un cuerpo desnudo y la desinhibición fluía en mil
juegos con un mar que conformó mi personalidad. Nunca olvidaré mi primer
día en el apartamento que compartía en la universidad de Lyon con
Michelle, una rubia de Turena, y Charlotte, la mejor sonrisa de Lemosín,
cuando al salir del baño sin ropa noté que casi se escandalizaban. Mi
educación mediterránea poco tenía que ver con el interior recatado de
Francia. Ésta y otras diferencias marcaron nuestra relación de una forma
positiva. Sobre todo con Michelle, quien solía quedarse horas
conversando, contándome cosas de su vida, como para que yo las juzgara y
emitiera algún veredicto. De alguna forma, necesitaba de mi aprobación.
Jamás quise ir tan lejos, con lo cual, mi renuencia a aprobar o
desaprobar sus historias hizo que se volcara más en mí.
No tuve problemas para relacionarme con chicos, como los atraía, los dejaba acercarse.
—Tienes la mirada ausente —dijo uno de ellos durante un concierto de jazz, mientras intentaba acariciarme.
—Estoy escuchando, son magníficos.
Volví a casa con la música en mi mente y sin recordar el color de los ojos de mi acompañante.
Michelle, Charlotte y yo fuimos buenas
amigas compartiendo aquel tiempo, aunque la relación no sobrevivió al
final de nuestras carreras. Las tres tuvimos suerte en conseguir trabajo
de inmediato en las ciudades más opuestas de Francia, lo que simplificó
que nunca tuvimos que justificar la despedida.
El estudio del Derecho me apasionó y no
tuve un suspenso en toda la carrera que, de forma meteórica, finalicé.
Pero, el ejercicio de la abogacía me hartó, lo sentía tristísimo, un
expediente eterno e infinito, donde solo cambiaban nombres y hechos. La
realidad más chata me oprimía hasta que, por Internet, encontré
posibilidad de escapar como funcionaria de la Comunidad Europea con una
plaza en el Patrimonio Histórico en Granada.
Y al igual que cuando dejé la
universidad, apenas tuve tiempo de despedirme de mis amigos-amantes, de
hecho, solo me llevé en la mente a un tierno médico que me curó de una
caída en bicicleta y al cual le supe devolver su trato afectuoso.
También viajaba conmigo un sentimiento de soledad, era como si los
hombres que había conocido no tuviesen lugar en mis maletas.
Granada me encantó por sus días de estudio y sus noches de juergas en bares y apartamentos más o menos discretos.
Caminé atardeceres saboreando aromas y
colores en la búsqueda de que alguna de esas sonrisas que descubría
fuera dirigida a mí. Las conversaciones que escuchaba me despertaron un
deseo intenso, casi doloroso, de un susurro de amor.
Como dije, nunca había entendido el
axioma de viajar para encontrarse, hasta que, una noche mientras
cabalgaba sobre un americano, me vi en un espejo junto a la luna que
entraba por la ventana. Ese reflejo, que al principio me deleitó al ver
cómo me retorcía de placer, se volvió borroso, pensé que eran los
gin-tonics. De a poco, pude focalizar la imagen y unos versos vinieron a
mi mente:
«Huye luna, luna, luna.
Si vinieran los gitanos,
harían con tu corazón
collares y anillos blancos.»
Por suerte, el americano se vistió y se fue.
¿Dónde está mi corazón?
Acerqué una silla a la ventana y,
desnuda como esa luna, empecé a llorar. Entonces supe que mi larga
soledad era mi constante compañera de viaje.
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