Tormenta aterrizó con
suavidad sobre la arena, mezclando apenas su aleteo con el susurro de las olas.
Astrid inspiró hondo el aroma del salitre y notó su cuerpo relajarse. La cena
había sido ciertamente incómoda.
Aparte de tener a
Dagur y Mala como invitados, seguía habiendo una aparente competitividad entre
parejas flotando en el aire. Era como si Hipo y ella tuviesen que estar pegados
como dos siameses todo el tiempo para demostrar que se querían. La joven
sacudió la cabeza con disgusto, aunque también con una ligera punzada de
diversión. Ni que fuese un secreto entre sus allegados…
La dragona gorjeó en
dirección al agua en ese instante, haciéndola bajar de las nubes y centrar su
atención en ella. «Pescado, claro», pensó Astrid. ¿Qué le pasaba que estaba tan
despistada? Despacio, se aproximó a Tormenta y le acarició el morro.
—Ve —susurró—. Estaré
bien.
La hembra de Nader
estaba a punto de obedecer, encantada, cuando un aleteo a sus espaldas hizo que
amazona y montura se volviesen, curiosas. Al ver quiénes eran los invitados,
Tormenta aleteó con un graznido al tiempo que se lanzaba a saludar al dragón,
mientras su mejor amiga aguardaba cruzada de brazos y con media sonrisa cargada
de ironía a que la silueta más espigada saliese de la penumbra.
—Cualquiera diría que
tienes un Furia Nocturna —se chanceó—. ¿Por qué has tardado tanto?
La otra figura se rio
entre dientes.
—De eso, échale la
culpa a Mocoso —aseguró Hipo, echándose el pelo hacia atrás. A veces los
mechones que le caían sobre la frente podían ser bastante molestos… O quedar en
posición de “electrocutado”, tras un vuelo rápido como el que acababa de
ejecutar. No era presumido, pero a Astrid le encantaban esos detalles—. Parecía
que intentaba distraerme a propósito.
—¿Quieres decir como
si supiera que venías a encontrarte conmigo? —prosiguió Astrid—. ¡Qué
sorpresa…!
—Sí, ¿verdad? —Hipo
llegó a su altura y, entre risas cómplices, alzó las manos para acunar el
rostro de Astrid y besarla con amor infinito.
No había mentido en el
muelle: la amaba y siempre la amaría. Lo volvía loco cada detalle de su menuda
figura y de su carácter. Apenas podía creer que estuviesen comprometidos. Lo
cual hizo que su mirada bajase hacia el collar de su madre. Su prometida siguió
la dirección de su mirada, suspiró y apoyó la cabeza sobre su pecho. Hipo rodeó
su cintura con los brazos y apoyó la nariz en su pelo. Como siempre, aspiró con
suavidad esa mezcla de humo, hierbas y sal que había aprendido a amar en
secreto con los años. Astrid enderezó la cabeza, cerrando los ojos con deleite
mientras él deslizaba los labios hasta su frente.
—Oye Astrid —dijo él
en voz baja, con ese deje algo tímido que lo caracterizaba en situaciones como
aquella—. Quiero que sepas que… Siento lo que ha pasado.
Ella sonrió con
levedad y meneó la cabeza.
—No tienes por qué,
Hipo —musitó—. De verdad.
—No, sí tengo por qué —la
rebatió él con dulzura, ciñéndola a él con más intensidad—. Me he dado
cuenta... de que he estado a punto de perderte. Y todo por una estupidez —se
maldijo—. No quiero que vuelva a ocurrir.
Astrid lo miró
directamente, buscando sus hechizantes ojos verdes.
—Yo tampoco debí
ponerme así —admitió, antes de tornar la vista hacia las olas de plata que
lamían la orilla de la playa—. Sé que entre tú y yo hay cosas mucho más importantes
que un simple colgante de compromiso; aunque… También sé que no siempre soy la
novia encantadora y cariñosa que quizá debiera ser.
—No tienes que cambiar
por mí, Astrid —murmuró él, anhelante—. Siempre… te he querido como eres y no
pediría que eso cambiara por nada del mundo. Aunque… Quizá debería decírtelo
más a menudo —se disculpó con media sonrisa azorada—. Lo siento.
Ella sonrió a su vez y
se recostó contra su pecho, sintiendo paz por primera vez en mucho tiempo.
Vivir en el Confín no era tan idílico ni tan emocionante en el buen sentido
como todos pensaban en un principio. Pero, si la integridad de los dragones
estaba en juego, ambos tenían claro que los defenderían hasta la muerte.
Un graznido sobre sus
cabezas provocó que ambos alzaran la vista, curiosos; pero solo se trataba de
Tormenta y Desdentao, que se perseguían fintando entre las nubes. Hipo tomó la
mano de Astrid, entrelazando sus dedos, y besó su cuello. Astrid alzó la mano
para enterrarla entre sus mechones castaños y atraerlo más hacia su piel, sin
brusquedad. A medida que la ternura se abría paso entre ellos, arrastrando
lejos el mal recuerdo de aquel fatídico día, la joven sonrió con picardía y se
apartó de un saltito, haciendo que él se sorprendiese y aflojase su abrazo.
—¡Oye! ¿Dónde vas? —quiso
saber él con cierta diversión.
Astrid, sin entrar en
su juego, se giró y empezó a avanzar hacia el agua al tiempo que susurraba:
—Hace buen tiempo, ¿no
crees?
Hipo enarcó una ceja
interesada.
—Sabes que soy mal
nadador… —apuntó, burlón, aunque siguiéndola sin poder evitarlo—. ¿Qué será de
mí, si me ahogo?
—¿Qué será de Mema? —fingió
escandalizarse Astrid—. ¡Estoico pierde a su único hijo en una playa sin apenas
profundidad! —ambos se rieron mientras Hipo aceleraba para intentar atrapar a
Astrid sin conseguirlo. Al contrario, ella se zafó, agregando a gritos—. ¡Qué
deshonra sobre los Abadejo, damas y caballeros!
—¡Tú, ven aquí! —la
instó Hipo mientras lograba, por fin, amarrarla por la cintura con una mano y
atraer su cuerpo tembloroso de risa hacia él. Él tampoco podía contener las
carcajadas. Pero sus jadeos se convirtieron en un grito de alarma cuando Astrid
le hizo su llave clásica y lo arrojó sobre las olas que rompían sobre la arena,
sin avisar—. ¡Eh, oye! ¿A qué ha venido eso? —quiso saber, entre sorprendido y
divertido.
Ella, sin inmutarse,
siguió riendo y se arrodilló junto a él.
—Bueno, he conseguido
que llegaras al agua, ¿no? —inquirió, mordaz, con media sonrisa.
Él le devolvió un
gesto mucho menos inocente mientras se acodaba sobre la arena.
—¿Insubordinación, lady Hofferson? —ronroneó—. Eso no es
algo que una buena vikinga deba hacer.
Ella enarcó una ceja
burlona.
—¿Estoy condenada, mi
señor? —le devolvió la pulla, acercando su rostro al de él.
Hipo, por su parte,
fingió seguir su juego antes de aferrar su cintura con ambas manos, encerrar su
pie izquierdo entre sus piernas y voltear la cadera. Haciendo, cómo no, que
Astrid gritara de estupor y sorpresa antes de caer al agua a una zona lo bastante
profunda como para cubrir toda su silueta; indignada, la joven boqueó para
tomar aire cuando su cabeza asomó de nuevo entre las olas.
—Serás… —masculló.
Pero Hipo fue más
rápido. Aún arrodillado en el borde del agua, la atrajo hacia sí y encerró sus
labios en un beso cargado de deseo. Tras una décima de segundo en la que la
muchacha intentó oponer resistencia, sus brazos desnudos terminaron rodeando el
cuello de su novio y su lengua comenzó a buscar la de él con más insistencia.
Estaban ya empapados y sus labios sabían a sal. Hipo se separó un instante,
tendió la mano a Astrid para que se levantase y tiró de ella sin brusquedad
hasta conducirla al abrigo de un parapeto rocoso cercano.
—Es noche cerrada,
Hipo —rio ella entre beso y beso—. ¿Crees de verdad que alguno de nuestros
queridos compañeros y/o invitados estará despierto a estas horas como para
vernos?
Él mostró media
sonrisa sardónica.
—Lo siento, milady. No quiero arriesgarme a que pase
la de la última vez.
Astrid apenas
consiguió contener una carcajada. ¿Cómo se las arreglaban para que alguien los
escuchase hacer el amor cada dos por tres? Porque, si no se equivocaba, aquel
iba a ser el siguiente paso de la reconciliación.
—Así que… ¿Estamos en
paz?
Él apoyó su espalda
contra la roca y la rodeó con un brazo antes de acariciar sus labios con una
mano libre cargada de evidente deseo.
—Aún no, cariño. Aún
no…
La luna, semi-oculta
por el ir y venir de las suaves nubecillas vespertinas, hacía caprichosos
dibujos sobre el oleaje. Ya metidos en el agua, Astrid acariciaba la espalda de
su novio mientras él enredaba los dedos en su trenza rubia. Sus cuerpos estaban
tan conectados que parecían uno solo. Sus movimientos eran como una danza
perfecta, una coreografía, una dulce batalla de la que ninguno quería salir
vencedor con facilidad. Los labios del muchacho rebuscaban entre los recodos de
la piel de la joven guerrera, mientras ella echaba la cabeza hacia atrás con
deleite. Apenas la roca tras su espalda le hacía sentir que seguía en el mundo
real.
Cuando todo acabó sin
remedio, la muchacha clavó las uñas en la espalda de él, gritó su nombre y
después bajo los labios para encontrarlos con los suyos. Hubiesen eternizado
aquel momento, mirándose a los ojos, diciéndose todo lo posible sin palabras.
Pero estaban en tiempo de guerra y un ruido lejano en la zona de la base, así
como un rugido de advertencia de Desdentao, les indicó que quizá había algo más
importante que hacer. Los dos tortolitos, resignados, se dirigieron a la playa
para recoger su ropa y sus pertenencias.
Sin embargo, antes de
que montaran en sus dragones, Astrid retuvo un instante a Hipo de la mano y lo
atrajo hacia ella para besarlo.
—¿Y esto? —quiso saber
él, conmovido.
Ella pasó un mechón
por detrás de su oreja.
—Digamos… que he
olvidado decirte algo antes, en el muelle de despegue.
—¿El qué?
Fue entonces cuando
Astrid lo besó de nuevo; con brevedad, pero infinita dulzura, y pronunció:
—Yo también te amo.
Historia ambientada en el
universo de “Cómo entrenar a tu dragón” durante la serie “Hacia nuevos
confines” (Netflix)
© Paula
de Vera García
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