domingo, 17 de mayo de 2020

Paula de Vera García: A punto de perderte (Hipo & Astrid)






Tormenta aterrizó con suavidad sobre la arena, mezclando apenas su aleteo con el susurro de las olas. Astrid inspiró hondo el aroma del salitre y notó su cuerpo relajarse. La cena había sido ciertamente incómoda.


Aparte de tener a Dagur y Mala como invitados, seguía habiendo una aparente competitividad entre parejas flotando en el aire. Era como si Hipo y ella tuviesen que estar pegados como dos siameses todo el tiempo para demostrar que se querían. La joven sacudió la cabeza con disgusto, aunque también con una ligera punzada de diversión. Ni que fuese un secreto entre sus allegados…


La dragona gorjeó en dirección al agua en ese instante, haciéndola bajar de las nubes y centrar su atención en ella. «Pescado, claro», pensó Astrid. ¿Qué le pasaba que estaba tan despistada? Despacio, se aproximó a Tormenta y le acarició el morro.


—Ve —susurró—. Estaré bien.


La hembra de Nader estaba a punto de obedecer, encantada, cuando un aleteo a sus espaldas hizo que amazona y montura se volviesen, curiosas. Al ver quiénes eran los invitados, Tormenta aleteó con un graznido al tiempo que se lanzaba a saludar al dragón, mientras su mejor amiga aguardaba cruzada de brazos y con media sonrisa cargada de ironía a que la silueta más espigada saliese de la penumbra.


—Cualquiera diría que tienes un Furia Nocturna —se chanceó—. ¿Por qué has tardado tanto?


La otra figura se rio entre dientes.


—De eso, échale la culpa a Mocoso —aseguró Hipo, echándose el pelo hacia atrás. A veces los mechones que le caían sobre la frente podían ser bastante molestos… O quedar en posición de “electrocutado”, tras un vuelo rápido como el que acababa de ejecutar. No era presumido, pero a Astrid le encantaban esos detalles—. Parecía que intentaba distraerme a propósito.


—¿Quieres decir como si supiera que venías a encontrarte conmigo? —prosiguió Astrid—. ¡Qué sorpresa…!


—Sí, ¿verdad? —Hipo llegó a su altura y, entre risas cómplices, alzó las manos para acunar el rostro de Astrid y besarla con amor infinito.

No había mentido en el muelle: la amaba y siempre la amaría. Lo volvía loco cada detalle de su menuda figura y de su carácter. Apenas podía creer que estuviesen comprometidos. Lo cual hizo que su mirada bajase hacia el collar de su madre. Su prometida siguió la dirección de su mirada, suspiró y apoyó la cabeza sobre su pecho. Hipo rodeó su cintura con los brazos y apoyó la nariz en su pelo. Como siempre, aspiró con suavidad esa mezcla de humo, hierbas y sal que había aprendido a amar en secreto con los años. Astrid enderezó la cabeza, cerrando los ojos con deleite mientras él deslizaba los labios hasta su frente.


—Oye Astrid —dijo él en voz baja, con ese deje algo tímido que lo caracterizaba en situaciones como aquella—. Quiero que sepas que… Siento lo que ha pasado.


Ella sonrió con levedad y meneó la cabeza.


—No tienes por qué, Hipo —musitó—. De verdad.


—No, sí tengo por qué —la rebatió él con dulzura, ciñéndola a él con más intensidad—. Me he dado cuenta... de que he estado a punto de perderte. Y todo por una estupidez —se maldijo—. No quiero que vuelva a ocurrir.


Astrid lo miró directamente, buscando sus hechizantes ojos verdes.


—Yo tampoco debí ponerme así —admitió, antes de tornar la vista hacia las olas de plata que lamían la orilla de la playa—. Sé que entre tú y yo hay cosas mucho más importantes que un simple colgante de compromiso; aunque… También sé que no siempre soy la novia encantadora y cariñosa que quizá debiera ser.


—No tienes que cambiar por mí, Astrid —murmuró él, anhelante—. Siempre… te he querido como eres y no pediría que eso cambiara por nada del mundo. Aunque… Quizá debería decírtelo más a menudo —se disculpó con media sonrisa azorada—. Lo siento.


Ella sonrió a su vez y se recostó contra su pecho, sintiendo paz por primera vez en mucho tiempo. Vivir en el Confín no era tan idílico ni tan emocionante en el buen sentido como todos pensaban en un principio. Pero, si la integridad de los dragones estaba en juego, ambos tenían claro que los defenderían hasta la muerte.


Un graznido sobre sus cabezas provocó que ambos alzaran la vista, curiosos; pero solo se trataba de Tormenta y Desdentao, que se perseguían fintando entre las nubes. Hipo tomó la mano de Astrid, entrelazando sus dedos, y besó su cuello. Astrid alzó la mano para enterrarla entre sus mechones castaños y atraerlo más hacia su piel, sin brusquedad. A medida que la ternura se abría paso entre ellos, arrastrando lejos el mal recuerdo de aquel fatídico día, la joven sonrió con picardía y se apartó de un saltito, haciendo que él se sorprendiese y aflojase su abrazo.


—¡Oye! ¿Dónde vas? —quiso saber él con cierta diversión.


Astrid, sin entrar en su juego, se giró y empezó a avanzar hacia el agua al tiempo que susurraba:


—Hace buen tiempo, ¿no crees?


Hipo enarcó una ceja interesada.


—Sabes que soy mal nadador… —apuntó, burlón, aunque siguiéndola sin poder evitarlo—. ¿Qué será de mí, si me ahogo?


—¿Qué será de Mema? —fingió escandalizarse Astrid—. ¡Estoico pierde a su único hijo en una playa sin apenas profundidad! —ambos se rieron mientras Hipo aceleraba para intentar atrapar a Astrid sin conseguirlo. Al contrario, ella se zafó, agregando a gritos—. ¡Qué deshonra sobre los Abadejo, damas y caballeros!


—¡Tú, ven aquí! —la instó Hipo mientras lograba, por fin, amarrarla por la cintura con una mano y atraer su cuerpo tembloroso de risa hacia él. Él tampoco podía contener las carcajadas. Pero sus jadeos se convirtieron en un grito de alarma cuando Astrid le hizo su llave clásica y lo arrojó sobre las olas que rompían sobre la arena, sin avisar—. ¡Eh, oye! ¿A qué ha venido eso? —quiso saber, entre sorprendido y divertido.


Ella, sin inmutarse, siguió riendo y se arrodilló junto a él.


—Bueno, he conseguido que llegaras al agua, ¿no? —inquirió, mordaz, con media sonrisa.


Él le devolvió un gesto mucho menos inocente mientras se acodaba sobre la arena.


—¿Insubordinación, lady Hofferson? —ronroneó—. Eso no es algo que una buena vikinga deba hacer.


Ella enarcó una ceja burlona.


—¿Estoy condenada, mi señor? —le devolvió la pulla, acercando su rostro al de él.


Hipo, por su parte, fingió seguir su juego antes de aferrar su cintura con ambas manos, encerrar su pie izquierdo entre sus piernas y voltear la cadera. Haciendo, cómo no, que Astrid gritara de estupor y sorpresa antes de caer al agua a una zona lo bastante profunda como para cubrir toda su silueta; indignada, la joven boqueó para tomar aire cuando su cabeza asomó de nuevo entre las olas.


—Serás… —masculló.


Pero Hipo fue más rápido. Aún arrodillado en el borde del agua, la atrajo hacia sí y encerró sus labios en un beso cargado de deseo. Tras una décima de segundo en la que la muchacha intentó oponer resistencia, sus brazos desnudos terminaron rodeando el cuello de su novio y su lengua comenzó a buscar la de él con más insistencia. Estaban ya empapados y sus labios sabían a sal. Hipo se separó un instante, tendió la mano a Astrid para que se levantase y tiró de ella sin brusquedad hasta conducirla al abrigo de un parapeto rocoso cercano.


—Es noche cerrada, Hipo —rio ella entre beso y beso—. ¿Crees de verdad que alguno de nuestros queridos compañeros y/o invitados estará despierto a estas horas como para vernos?


Él mostró media sonrisa sardónica.


—Lo siento, milady. No quiero arriesgarme a que pase la de la última vez.


Astrid apenas consiguió contener una carcajada. ¿Cómo se las arreglaban para que alguien los escuchase hacer el amor cada dos por tres? Porque, si no se equivocaba, aquel iba a ser el siguiente paso de la reconciliación.


—Así que… ¿Estamos en paz?


Él apoyó su espalda contra la roca y la rodeó con un brazo antes de acariciar sus labios con una mano libre cargada de evidente deseo.


—Aún no, cariño. Aún no…



La luna, semi-oculta por el ir y venir de las suaves nubecillas vespertinas, hacía caprichosos dibujos sobre el oleaje. Ya metidos en el agua, Astrid acariciaba la espalda de su novio mientras él enredaba los dedos en su trenza rubia. Sus cuerpos estaban tan conectados que parecían uno solo. Sus movimientos eran como una danza perfecta, una coreografía, una dulce batalla de la que ninguno quería salir vencedor con facilidad. Los labios del muchacho rebuscaban entre los recodos de la piel de la joven guerrera, mientras ella echaba la cabeza hacia atrás con deleite. Apenas la roca tras su espalda le hacía sentir que seguía en el mundo real.


Cuando todo acabó sin remedio, la muchacha clavó las uñas en la espalda de él, gritó su nombre y después bajo los labios para encontrarlos con los suyos. Hubiesen eternizado aquel momento, mirándose a los ojos, diciéndose todo lo posible sin palabras. Pero estaban en tiempo de guerra y un ruido lejano en la zona de la base, así como un rugido de advertencia de Desdentao, les indicó que quizá había algo más importante que hacer. Los dos tortolitos, resignados, se dirigieron a la playa para recoger su ropa y sus pertenencias.


Sin embargo, antes de que montaran en sus dragones, Astrid retuvo un instante a Hipo de la mano y lo atrajo hacia ella para besarlo.


—¿Y esto? —quiso saber él, conmovido.


Ella pasó un mechón por detrás de su oreja.


—Digamos… que he olvidado decirte algo antes, en el muelle de despegue.


—¿El qué?


Fue entonces cuando Astrid lo besó de nuevo; con brevedad, pero infinita dulzura, y pronunció:


—Yo también te amo.



Historia ambientada en el universo de “Cómo entrenar a tu dragón” durante la serie “Hacia nuevos confines” (Netflix)



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© Paula de Vera García

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