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sábado, 13 de junio de 2020

Malena Teigeiro: Cuatro clavos del 1/8


Mi mamá se murió. Yo tenía siete años. Estábamos las dos en la cocina. Eran las doce de un día de las vacaciones de verano cuando el cuenco en el que preparaba la tarta del domingo se rompió, y como si fuera un perverso y malvado vómito amarillo, la crema se extendió por el suelo. Desde entonces, al volver del colegio me voy a la ferretería de mi padre en donde hago los deberes y a veces le ayudo.

—Mati, tráeme la caja de los del 10.d —me llama con esa voz que se le quedó desde que ella se fue al cielo.

Y yo, salto de la silla y corro al armario lleno de cajoncitos con plaquitas en donde aparecen los números de los tamaños de los clavos, tuercas y tornillos que se guardan en su interior. Busco lo que me ha pedido y se lo llevo. ¿Ha visto mi nueva ayudante?, le guiña un ojo al cliente que espera. ¡Pobre papá! Cree que no me doy cuenta. A mí me gusta echarle una mano, como él dice, por muchas razones, pero sobre todo porque me atraen los armarios. Y el que más, el que mi madre decoró con paisajes, flores, y divertidos personajes de altos sombreros de copa. Ése que está colocado en el pasillo de nuestra casa y que papá acaricia cada vez que pasa por su lado. En él ella guardaba las fotos en un antiguo cabás de cartón pintado con flores amarillas. Tengo que comprar un álbum y colocarlas. ¿Me ayudarás?, decía pellizcándome la mejilla. También, en otras cajas de lata y madera, guardaba hilos, cintas de colores y restos de telas de seda.

A veces jugábamos a ordenarlo, cosa que nunca conseguíamos. Recuerdo cómo reía cuando después de estar toda la mañana enrollando cintas y lanas, las volvía a guardar, así, de cualquier manera, en el mismo sitio en el que las había encontrado. Y cuando empujando, lograba cerrar las puertas, le hablaba mientras da vueltas a la llave.

—¡Ay! Si este armario fuera un poquito más grande —abría las manos agotada—. ¿Por qué no creces un poco todos los años, como hace Mati?

Y se quedaba mirando la puerta como si pretendiera que le contestara. A mí me daba mucha risa verla.

Ahora tengo ocho años. Y estoy preocupada. Cada vez recuerdo menos su sonrisa y sus gestos. Cuando pienso en ella me vienen a la mente las fotografías que están en la caja de flores amarillas en las que ella, siempre alegre, aparece abrazando a mi padre, a mí o con el Miki, un perrito que desde que se fue duerme conmigo. También hay algunas en los que estamos los tres, pero de los cuatro, no. De esas no aparece ninguna.

Desde hace unos días viene a verme por las noches. Sí. Por la noche viene a mi habitación y se sienta en la cama, me besa y me revuelve el pelo. Y no sé cómo lo hace, pero sabe convertir las noches en días. Me coge de la mano y juntas volamos al parque, a la piscina. También me lleva al colegio. Aunque cuando me despierto y la busco por la habitación, ya no está. Últimamente, si en nuestro paseo fuimos al parque busco los zapatos. Están limpios, guardados en el armario. Si fue la noche que hicimos tartas, miro el delantal y sigue ahí, donde ella lo dejó hace un año, doblado en el cajón. Siempre fue muy ordenada. Lo cierto es que desde que se fue no hay mucho orden en la casa. Hace ya unas cuantas noches que quiere arreglar el armario del pasillo. Ven, dice. Y yo me levanto e intento ayudarla. Pero como nunca nos da tiempo, mi padre por las mañanas tiene que recoger las fotos, las cintas y las sedas de colores desparramadas por los suelos.

Mi padre me ha llevado a dormir con él, quizá quiere ayudarnos a ordenar el armario. Y también me ha llevado al médico. El doctor nos ha dicho que las visitas de mi mamá son estampas que nos envía para que no la olvidemos.

—Doctor, no lo entiendo.

Él me miró, y quitándose las gafas, me pidió que intentara explicarle lo que no entendía. Pensé un poco encogiendo mucho los ojos, la nariz y la boca, que es cuando mejor lo hago. Verá, dije. Cuando mamá venía a mi habitación, las dos estábamos muy contentas y nos abrazábamos, a veces hasta cantábamos. Don Mateo, que aunque no encogió la cara, sí frunció mucho las cejas, después de pensar un poco me contó que las visitas de mi mamá eran como cromos que en vez de estar pegados en el álbum, los llevaba pegados en mi cabeza, y que no me preocupara, que no se me borrarían nunca.

—No pueden ser cromos, porque son muy grandes.

Él me miró. Se colocó las gafas y me contestó que en mi caso, como yo la quería tanto, serían posters.

Aunque no lo entendí muy bien, pero por si tenía razón, esta mañana mientras tomábamos el desayuno, le pedí a mi padre volver a dormir en mi cama. Y esta tarde en la ferretería cogí un martillo pequeño y cuatro clavos del 1/8, de esos que se llaman invisibles. Los he guardado, uno a uno, bien separados, en el cajón de la mesilla con el martillo al lado. No quiero tener problemas cuando los necesite. Tengo decidido que esta noche, antes de que desaparezca el póster de mi mamá, lo voy a clavar en la pared.



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