Empezaron a coincidir, a
cruzarse (cosa que a ambos les daba miedo) o por lo menos eso le parecía a
ella. Sacar al perro estaba permitido, pero en realidad para Clara era su vía
de escape de las cuatro paredes del cuarto que alquilaba. Era lo único que se
podía permitir, había tenido suerte, la
casera se había apiadado de esa mujer joven y triste aferrada a su perro, su
posesión más valiosa, así se lo dijo cuando fue a alquilar la habitación.
Cada día de paseo «el señor
de la barra de pan», como lo llamaba ella, empezó a tener importancia. Solo
veía sus ojos que, si bien no eran tan dulces como los del animal, tenían una
mirada profunda por la que empezó a suspirar por las noches.
Era una incógnita, no se
podía caminar por las afueras del pueblo y sin embargo ahí estaba él todos los
días. ¿Pensaría en ella? Seguramente sí. En ese encuentro matutino eran los
únicos, no había nadie más en el mundo, ese en el que todo se había vuelto tan
raro.
Empezó a esperar la hora de
salir con ansia, iba al encuentro de su príncipe azul (como había empezado a
llamarlo), soñaba con el día que por fin se hablaran, que le preguntaría por su
nombre y ella conocería el suyo…
El lunes, martes, miércoles
no lo vio. Tal vez dejó de salir a la misma hora pensó, entonces ella empezó a
cambiar la suya, un día más temprano y al siguiente más tarde.
El sábado la señora Matilde, su
casera, mientras desayunaban le contó que estaba muy preocupada. El marido de
su amiga, uno que andaba por la calle con una barra de pan y que podía salir del
confinamiento, ya que tenía un permiso médico porque era diabético, lo habían
tenido que ingresar.
En fin, comentó, uno más.
© Alejandra Camperchioli
Uno más... Muy buen relato
ResponderEliminarMuchas gracias por su comentario.
Eliminar