viernes, 12 de junio de 2020

Alejandra Camperchioli: El señor de la barra de pan



Empezaron a coincidir, a cruzarse (cosa que a ambos les daba miedo) o por lo menos eso le parecía a ella. Sacar al perro estaba permitido, pero en realidad para Clara era su vía de escape de las cuatro paredes del cuarto que alquilaba. Era lo único que se podía permitir, había tenido suerte,  la casera se había apiadado de esa mujer joven y triste aferrada a su perro, su posesión más valiosa, así se lo dijo cuando fue a alquilar la habitación.

Cada día de paseo «el señor de la barra de pan», como lo llamaba ella, empezó a tener importancia. Solo veía sus ojos que, si bien no eran tan dulces como los del animal, tenían una mirada profunda por la que empezó a suspirar por las noches.

Era una incógnita, no se podía caminar por las afueras del pueblo y sin embargo ahí estaba él todos los días. ¿Pensaría en ella? Seguramente sí. En ese encuentro matutino eran los únicos, no había nadie más en el mundo, ese en el que todo se había vuelto tan raro.

Empezó a esperar la hora de salir con ansia, iba al encuentro de su príncipe azul (como había empezado a llamarlo), soñaba con el día que por fin se hablaran, que le preguntaría por su nombre y ella conocería el suyo…

El lunes, martes, miércoles no lo vio. Tal vez dejó de salir a la misma hora pensó, entonces ella empezó a cambiar la suya, un día más temprano y al siguiente más tarde.

El sábado la señora Matilde, su casera, mientras desayunaban le contó que estaba muy preocupada. El marido de su amiga, uno que andaba por la calle con una barra de pan y que podía salir del confinamiento, ya que tenía un permiso médico porque era diabético, lo habían tenido que ingresar.

En fin, comentó, uno más.


© Alejandra Camperchioli
  



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