Máximo pensador del cristianismo
del primer milenio, es junto con san Jerónimo, san Gregorio y san Ambrosio, uno
de los cuatro Padres de la iglesia latina. Nació en Tagaste una localidad cercana a
Cartago, y murió en Hipona el 28 de agosto de 430 durante el sitio al que
los vándalos de Genserico sometieron la ciudad. Su cuerpo fue trasladado hacia
725, a Pavía, a la basílica de San Pedro en techo de oro, donde reposa
hoy.
Autor prolífico, dedicó gran
parte de su vida a escribir sobre filosofía y teología, siendo Confesiones
y La ciudad de Dios sus obras más destacadas. En su búsqueda
incansable de respuesta al problema de la verdad, Agustín pasó de una escuela
filosófica a otra sin que encontrara en ninguna una verdadera respuesta a sus
inquietudes, hasta que el obispo Ambrosio le ofreció la clave para interpretar
el Antiguo Testamento y encontrar en la Biblia la fuente de la fe. La
lectura de los textos de san Pablo fue clave en su conversión.
Se anticipa a Descartes al
sostener que la mente, mientras duda, es consciente de sí misma: si me engaño,
existo.
Expresa de manera paradójica la
perplejidad que le genera la noción de tiempo: «¿Qué es el tiempo? Si
nadie me lo pregunta, lo sé. Sí debo explicarlo ya no lo sé». "Mido el
tiempo, lo sé; pero ni mido el futuro, que aún no es; ni mido el presente, que
no se extiende por ningún espacio; ni mido el pretérito, que ya no existe. ¿Qué
es, pues, lo que mido?”. (Confesiones, XI, XXVI, 33)
La ciudad de Dios es
una obra teológica pero también de profunda filosofía. Desde la creación coexisten
la «ciudad terrenal», volcada hacia el egoísmo; y la «ciudad de Dios», volcada
en el amor a Dios y la práctica de las virtudes, en especial, la caridad y
la justicia.
Le interesaba especialmente
el problema del mal atribuido a Epicuro, quien había afirmado: «Si
Dios puede, sabe y quiere acabar con el mal, ¿por qué existe el mal?». Este
hecho fundamental se convierte en un argumento contra la existencia de Dios,
todavía usado por ateos y críticos de las religiones. Agustín dio varias
respuestas a esta cuestión en base al libre albedrío y la naturaleza
de Dios:
Dios creó todo bueno. El mal
no es una entidad positiva, luego no puede «ser», como afirman los maniqueos.
Para Agustín, el mal es la ausencia o deficiencia de bien y no una realidad en
sí misma. Toma esta idea de Platón y sus seguidores, donde el mal no es
una entidad, sino ignorancia.
Argumenta que los seres
humanos son entidades racionales. La racionalidad consiste en la capacidad de
evaluar opciones por medio del razonamiento y, por consiguiente, Dios les tuvo
que dar libertad por naturaleza, lo que incluye poder elegir entre bien y mal.
Esto se le conoce como la defensa del libre albedrío. Sugiere que observemos el
mundo como algo bello. Aunque el mal exista, este contribuye a un bien general
mayor que la ausencia del mismo, así como las disonancias musicales pueden
hacer más hermosa una melodía.
Para san Agustín el amor es
una perla preciosa que, si no se posee, de nada sirven el resto de las cosas, y
si se posee, sobra todo lo demás.
«Ama y haz lo que
quieras: si callas, calla por amor; si gritas, grita por amor; si corriges,
corrige por amor; si perdonas, perdona por amor. Exista dentro de ti la raíz de
la caridad; de dicha raíz, no puede brotar sino el bien».
Como para otros Padres
de la Iglesia, para Agustín de Hipona la ética social implica la condena de la
injusticia de las riquezas y el imperativo de la solidaridad con los
desfavorecidos. San Agustín era insistente en la idea de justicia.
Defendió asimismo el bien de
la paz y procuró promoverla. Acabar con la guerra mediante la palabra y
buscar o mantener la paz con la paz y no con la guerra es un título de gloria
mayor que matar a los hombres con la espada.
En Sobre la mentira,
clasificó las mentiras como dañosa o jocosa, y distingue al mentiroso, quien
disfruta con la mentira; del embustero el que lo hace en ocasiones sin querer o
para agradar. Al igual que Kant, no considera lícito mentir para salvar la
vida de una persona.
Tumba de san Agustín en Pavía |
La
muerte no es el final
La muerte no es nada, sólo he
pasado a la habitación de al lado. Yo soy yo, vosotros sois vosotros. Lo que
somos unos para los otros seguimos siéndolo. Dadme el nombre que siempre me habéis
dado. Hablad de mí como siempre lo habéis hecho.
No uséis un tono diferente. No toméis un aire solemne y triste.
Seguid riendo de lo que nos hacía reír juntos. Rezad, sonreíd, pensad en mí. Que mi nombre sea pronunciado como siempre lo ha sido, sin énfasis de ninguna clase, sin señal de sombra.
La vida es lo que siempre ha sido. El hilo no se ha cortado.
¿Por qué estaría yo fuera de vuestra mente? ¿Simplemente porque estoy fuera de vuestra vista? Os espero; No estoy lejos, sólo al otro lado del camino. ¿Veis? Todo está bien.
No lloréis si me amabais. ¡Si
conocierais el don de Dios y lo que es el Cielo! ¡Si pudierais oír el cántico
de los Ángeles y verme en medio de ellos! ¡Si pudierais ver con vuestros ojos
los horizontes, los campos eternos y los nuevos senderos que atravieso! ¡Si por
un instante pudierais contemplar como yo la belleza ante la cual todas las
bellezas palidecen!
Creedme: Cuando la muerte
venga a romper vuestras ligaduras como ha roto las que a mí me encadenaban y,
cuando un día que Dios ha fijado y conoce, vuestra alma venga a este Cielo en
el que os ha precedido la mía, ese día volveréis a ver a aquel que os amaba y
que siempre os ama, y encontraréis su corazón con todas sus ternuras
purificadas.
Volveréis a verme, pero transfigurado
y feliz, no ya esperando la muerte, sino avanzando con vosotros por los
senderos nuevos de la Luz y de la Vida, bebiendo con embriaguez a los pies de
Dios un néctar del cual nadie se saciará jamás.
Agustín de Hipona
(Cuarta
carta, en la que escribe a su hermano Sapidas, que a pesar de que ha muerto
todavía está allí…)
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