Para mi querido amigo y fiel lector José Pedro
La lluvia fina y persistente me decidió a entrar en una galería de arte. Mi viaje a París fue precipitado, pues a mi marido le surgió un inesperado tema de trabajo y nos fuimos. Esa ciudad tenía para mí una resonancia especial, al haber estudiado unos años allí después de acabar el bachillerato. Fue un tiempo de descubrimientos, sorpresas y amor, como no puede ser de otra manera cuando eres joven. Lejos de tu casa, el mundo se abre con la esperanza cuajada de proyectos inasequibles a la realidad, y con un rumor de felicidad que acompaña cualquier momento vivido y por vivir.
Volver. A la primera oportunidad me escapaba, aunque cada vez me sentía más extraña a mí y a la ciudad, y de repente, al ver mi reflejo en un escaparate, me sorprendía la mujer que me miraba. Una mujer aún de buen ver, ordenada y con la apariencia de una vida conseguida en vez de la joven apretando unos libros contra el pecho, con una melena desbocada o una imperiosa cola de caballo. Y esa tarde, en la que me perdí a propósito por unas callejuelas del barrio latino, sin afán de búsqueda ni memoria, sino con el ansia de poder escribir en mi mente un plano nuevo de la ciudad, la lluvia fina y persistente me hizo buscar con cierto malhumor refugio. Y lo que más me atrajo fue esa galería de arte.
Me di una vuelta sacudiéndome el agua como un perrillo mojado y en una sala más pequeña encontré un cuadro en el que reconozco unos trazos. Pero no. Era imposible. Con las gafas puestas veo en la cartela que el autor es quien creía y la fecha de ejecución reciente.
Me di una vuelta sacudiéndome el agua como un perrillo mojado y en una sala más pequeña encontré un cuadro en el que reconozco unos trazos. Pero no. Era imposible. Con las gafas puestas veo en la cartela que el autor es quien creía y la fecha de ejecución reciente.
––Señorita, ¿este autor no ha muerto? ––le pregunté a la joven galerista.
––¿Muerto? ––se rio con toda la amplitud de su perfecta dentadura––. Si la oyera, la mataría. Es mi padre.
Me quedé con las gafas colgadas de la punta de la nariz y con el aire más profesional que conseguí, le aseguré que había seguido su carrera artística durante muchos años y alguien me había informado de su muerte.
––Lo sentí mucho. Durante un tiempo fuimos buenos amigos.
Ella puso una expresión divertida. ¿Cuál era mi nombre, por si le sonaba? Y yo le di uno falso.
––No, no lo recuerdo ––contestó con cara de rebuscar en su memoria.
Siempre tan teatrero con sus amores, afirmaba entre risas. Y girándose hacia el cuadro, éste lo pintó a la memoria de una española y del viaje que hicieron por el sur perdidos entre olivares.
––Siempre decía que fue el amor de su vida ––remató con incrédula expresión.
––¿Podrías darle recuerdos de una vieja amiga de paso por París y entregarle esto? ––le pregunté con un nerviosismo cada vez más apremiante, al tiempo que le ofrecía el pequeño, diminuto colgante, guardado en el bolso como un querido amuleto.
––Si quiere, déselo usted misma ––y me señaló un café enfrente––. Es ése que está ahí sentado, aunque hace tiempo que no reconoce a nadie. Pero si quiere intentarlo…
En medio de la calle, sin importarme la lluvia, lo observé largamente por el cristal. Aún pervivía en él algo de su intensa mirada, de su ceño concentrado. Dudé si entrar. Me temblaban las manos. Con los pies mojados y una emoción olvidada me acerqué a su mesa. Lo llamé suavemente por su nombre y le puse en las manos el pequeño, diminuto colgante. Él me contempló fijamente, como si hiciera un enorme esfuerzo por recordar y sonrió. Luego se puso a canturrear en voz bajita la vie en rose, nuestra canción, y a mirar por la ventana.
En ese momento tuve la certeza de que nunca volvería a esa ciudad y de que compraría el cuadro del olivo que hoy cuelga en mi cuarto de estar.
En ese momento tuve la certeza de que nunca volvería a esa ciudad y de que compraría el cuadro del olivo que hoy cuelga en mi cuarto de estar.
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