Cuando llegó la casa estaba
silenciosa, y ahora reina un total alboroto.
‒Mamá, hoy es carnaval. ¿Lo
recuerdas?
He de reconocer que mi hija
ha sacado los genes de la abuela. Sin siquiera darme un beso tiró el bolso en
una butaca y corrió hacia el desván. Un agudo chirrido me confirma que está
abriendo el viejo arcón familiar. Al poco rato sus pasos resuenan bajando de
dos en dos los maltrechos escalones. Un día tendremos un disgusto.
‒Todo resuelto ‒gritaste con
los brazos abarrotados de ropa.
Cierro los ojos y me veo de
niña vestida de dado, de china poblana, de pingüino, de oso polar… ¡Cosas de la
abuela!, que con su habilidad para coser nada se le resistía. Era una mujer de
pueblo, que cansaba solo con verla trabajar. Tenía un gran tacto para la
convivencia, para la organización, para las fiestas… Los bailes de disfraces eran
su especialidad. A veces bastaba solo con escuchar su voz para aligerar un
ambiente tenso.
Sus antepasados fueron gente
sencilla, del campo, que habían emigrado a la ciudad, y ella misma se
preguntaba de quién había aprendido a sacar la belleza escondida en una
solitaria amapola a punto de marchitarse.
Vuelvo a la realidad. Mi hija
despliega sobre mi regazo la ropa elegida y explica emocionada:
‒El vestido negro de boda de
la abuela con el velo sobre la cara, y el traje del abuelo, con un crisantemo
blanco en el ojal, nos lo pondremos para el entierro de la sardina y para el espectacular
baile de Carnaval iremos caracterizados de Vilma y Pedro Picapiedra.
Se me agolparon los
recuerdos, esa feroz tortura que a veces nos ataca por tener buena memoria.
El disfraz de Pedro era una
corta túnica naranja terminada en picos que tapaba escasamente el trasero, con pequeños
trozos de tela negra simulando la piel de algún animal prehistórico y como
complemento una corbata azul.
Por aquel entonces salía con mi
único novio, un chico del pueblo de al lado, muy tímido, al que no pude
convencer para que se presentara en la plaza vestido de aquella guisa. Felipe se
marchó sin despedirse.
El disfraz de Vilma, una vieja
camiseta blanca de un solo tirante también terminada en picos y un collar de grandes
perlas, que era reliquia de familia. Una peluca de un rojo chillón y los labios
del mismo color hicieron que mi padre levantara la vista del periódico y
observara: Muy guapa, sí señor, pero sin novio.
La abuela, a la que no se le
ponía nada por delante, llamó a varias de sus amigas y consiguió que el hijo de
una de ellas, sin siquiera conocerme, accediera a ir al baile así disfrazado.
Ya no haría el ridículo yendo sola. Bailamos hasta el amanecer bajo la atenta
mirada de Felipe que, con los brazos cruzados sobre el pecho, se mantuvo toda
la noche recostado en una de las farolas de la plaza sin apartar los ojos de mi
cara.
Vuelvo al presente. Parece
que mi hija me ha estado contando algo. No me he enterado. Aprovecho para
preguntarle si su pareja había visto el traje y si daba su consentimiento.
‒Por supuesto, mamá ‒soltó
una carcajada‒ no todo el mundo es tan tonto como mi padre.
© Marieta Alonso Más
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