Me gustan las ventanas
abiertas. Así los rayos del sol me despiertan en los días soleados, o me adormece
aún más esa luz opaca de los días nublados. Así veo cuando las nubes, en las
épocas de lluvia, hacen guiños a los pequeños animándolos a inventar juegos
como ese de te mojo, te salpico, te empapo, mostrando con hechos que ha llegado
a su fin la época seca; así oigo el trino de los pájaros saludando un nuevo día,
o el ruido lejano de un coche que se acerca levantando polvo, y es papá que
regresa.
Me gustan las ventanas
abiertas. Por donde se desliza pasito a pasito el olor a tierra mojada, al Cola
Cao y a esas tostadas que por encima tienen mantequilla y mermelada de naranja
amarga, es mamá que se la oye trastear en la cocina, o el de la fruta acabada
de coger de esa rama que se comba por el peso.
Me gustan las ventanas
abiertas. Para oír al viento llegar y mecer las hojas doradas del suelo como si
bailaran, da igual que la brisa sea del este o del oeste, o cuando escuchaba a
mi perro estornudar y luego movía el rabo invitándome a correr. Me veo asomado
a mi ventana aquella madrugada en que aprendí a chiflar y vino el alcalde al
anochecer mostrando un papel con la firma de todos los vecinos para que dejara
de hacerlo, y defendí mis derechos al conminarle a llevar otra lista al vecino
para que dejara de roncar como un serrucho.
Para mí las ventanas abiertas
mueven hacia la felicidad, a cuando te atrapan las emociones, con el recuerdo
del olor de los pies de un bebé, o al abrir un libro nuevo, o al dar un
mordisco a la punta de la barra del pan caliente. En cambio, cuando las
ventanas están cerradas llevan a pensar en los adioses, en la soledad, la falta
de fe, al aturdimiento que se siente al oír la sirena de una ambulancia.
© Marieta Alonso Más
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