Antes de llegar aquí, fui botones de Lhardy. Cuando entré a trabajar al restaurante tenía diez años. Mi uniforme me gustaba. Era rojo con multitud de botones dorados, un bonete sujeto a la mandíbula por una estrecha correa de piel, guantes blancos y negros botines. El trabajo lo había conseguido porque mi madre planchaba la ropa para la esposa de un señor importante, de los que en aquel tiempo mandaban y que tuvo a bien recomendarme. Desde el primer día me sentí importante, aunque mis funciones solo consistieran en ir de allá para acá, atendiendo los deseos de los clientes. A Lhardy iban personas de lo más principal, incluso llegaban a comer o cenar grupos de mujeres sin hombres. Y no crea, no se veía mal, no. El anciano se detuvo y suspiró. Pues como le decía, mi trabajo consistía en ir a por los periódicos, comprar cigarros, llevar tarjetas y sobres a los domicilios, y cualquier otra cosa que se pudiera necesitar. Y fue en aquellos días cuando la vi. Era pequeña, regordeta y con un triste brillo en sus alegres ojos, como la del que lo tiene todo pero que le falta lo que desea. Sólo iba al comedor blanco, aunque a mí el que más me gustaba era el japonés, al que acostumbraba a ir el amigo de la señora. En mis primeros tiempos, cuando ella entraba allí, no me dejaban pasar ni por el pasillo y tenía que dar la vuelta por la escalera.
Ella solía venir muy a menudo, a veces sola, otras con amigos, y casi siempre la esperaba el hombre alto, de cabello blanco, delgado y con el labio inferior bastante grueso. Mi jefe, don Emilio, el dueño, y que al ser francés era muy elegante, hablaba con una media lengua castellana sin pronunciar bien las erres, un día me ordenó que cuando la señora entrara en el comedor me colocara detrás de la puerta y que estuviera bien presto a realizar cualquier servicio. Todavía lo recuerdo: No te muevas de ahí, ¿me entiendes?, masculló agarrándome por la oreja. Él llegaba siempre embozado, ella subía riendo, saludaba a don Emilio, que le correspondía con una inclinación con la que casi tocaba con la frente el suelo, y entraba con sus orondas caderas y su regordete rostro.
Una noche hubo una gran discusión. De pronto escuché ruidos de espadas. Ella, bastante tranquila, salió del comedor. Se colocó un dedo delante de los labios y yo comprendí. Venga por aquí, le susurré. Y me siguió hasta la puerta de atrás.
Días después llegó a la corrala en donde vivíamos, un alabardero de palacio. Llevaba una carta y siguiendo las instrucciones de aquel recado, vestido con mi uniforme rojo de botones dorados y sin soltar la mano de mi madre, bajé por la calle Arenal. Luego de cruzar la plaza de Oriente, entramos en el inmenso edificio guiados por un criado, que nos entregaba a otro, y así hasta llegar a una sala en donde una señora me ordenó que la siguiera. A mi madre le dijo que se sentara y que no se moviera de allí hasta que regresáramos. ¡Era no conocerla! Seguimos cruzando salones hasta llegar a un pequeño despacho en donde la señora estaba escribiendo. Se levantó y me abrazó. Olía muy bien. Y aunque era bajita y regordeta, como yo era muy chiquitajo, me hundió entre sus senos. ¡Qué bien olía! Cómo la mejor flor del parterre. Y mi madre, que como no podía ser de otra manera nos había seguido, se emocionó al verla. Y lo sé porque la escuché hipar. A ver si se enfada, recuerdo que pensé. Cuando ella la vio, le dio las gracias por la buena educación que me había dado, y por el buen corazón que tiene su hijo, señora. Y mi madre con la emoción del momento, le hizo una reverencia tan grande que se cayó de rodillas.
Y así cambié la puerta del comedor del restaurante por la de su despacho. Hasta que se fue a San Sebastián de veraneo y después a París. Y como nadie me dijo nada, yo continué allí haciendo guardia mientras esperaba su regreso.
Seis años más tarde, ocupó el despacho su hijo, que también era muy agradable. Dijo que quería que yo continuara detrás de la puerta de su despacho, igual que había hecho con su madre. Y así lo hice. Los primeros tiempos fueron muy alegres. Se casó con una señorita andaluza de bien, risueña, graciosa y dicharachera. ¡Ay!, la pobre se fue para el otro mundo en un sentir. A todos nos dio mucha pena. ¡Era tan joven y guapa! Luego se volvió a casar. Pero la nueva ya no fue lo mismo. Era bastante seria, y tiesa, aunque lo cierto fue que nadie pudo nunca decir que no fuera educada y amable. Y desde luego era bella, pero sin la guapura esa que tienen nuestras mujeres. Cuando me veía le gustaba preguntarme por mi familia —entre tanto me casé y tuve tres hijos, que se me colocaron de granaderos—, pero como yo estaba acostumbrado a ese deje del sur en el acento, como ella lo tenía que parecía que en vez de saliva llevara chorros de hierro en la boca, pues no me resultaba agradable del todo.
Y ahora, ya ve, aquí sigo, detrás de la misma puerta y del mismo despacho, echando de menos a aquella que me trajo desde el restaurante Lhardy. Eso sí, hace ya tiempo que me han puesto una silla.
No hay comentarios:
Publicar un comentario