Ese bribón, pícaro, miedica, granuja, lameplatos, miraespejos que fue mi mejor amigo hasta que me birló la novia, me lo encontré ayer en la plaza, después de treinta años y vino directo a mí. Quise escabullirme. Fue imposible. Se me puso delante y como si casi fuera de la familia me soltó:
‒Creo que debemos saldar diferencias.
Vamos a ser consuegros.
Ni siquiera en aquel entonces, cuando nos distanciamos, se me ocurrió pensar en una vendetta. Lo único que quería era no verle más, poner tierra por medio, matar en mi corazón aquella amistad. Pero hoy me dieron ganas de abofetearle. Había iniciado el amago cuando comprendí lo que me había dicho. ¡Imposible!
Lo dejé con los brazos abiertos y me largué, el
sinvergüenza pretendía darme un abrazo, y yo lo único que quería era hablar con
Julieta, mi hija. Su madre se empeñó en ponerle ese nombre sin pensar en las
consecuencias que podría traer.
La niña, que es mi adoración, estaba
leyendo en el patio bajo un álamo temblón, me miró y supe que ella sabía lo que
yo acababa de saber. Me invitó a sentarme a su lado. Y con esa voz que calma a
las fieras me hizo ver que debía tomar los avatares de la vida con mesura,
cachaza, pachorra, que era un privilegiado, un hombre con suerte.
‒Papá, mi futura suegra es una arpía, no
te imaginas de la que te libraste. Romeo me cuenta que sus padres nunca han
sido felices. Y la culpa es de ella, él es un bendito. Y ¿tú, papá? Te llevaste
al altar a la más guapa del pueblo. Mamá mira a través de tus ojos, está
convencida que eres el hombre más inteligente del mundo, un Séneca, el ser más
apasionado, un Cyrano de Bergerac. Crees que no escucho esas risas mañaneras,
que no veo esas miradas que os dedicáis, crees que a mamá le gustan todos esos
platos de cuchara que quieres comer a diario, crees que no estamos harta de ese
postre que no perdonas.
¡Cuánta razón tenía! ¿Merecía la pena
estar enfadado por algo que ocurrió hace tanto tiempo? Todo era orgullo herido,
aquello no era amor. Eran otros tiempos. Además, la tragedia, no me iba. ¡Mira
que si a mi Julieta y a ese Romeo les daba por suicidarse! Tenía que triunfar el amor.
Lo mejor que puedo hacer, pensé, es volver
a la plaza y brindarle el abrazo que había quedado en el aire. Me levanté con
ímpetu. Pero mi hija me detuvo:
‒Papá, quiero que sepas que mamá me pidió anoche
que en el banquete de boda podría hacer una excepción y en vez de tarta,
ofreciera tu sempiterno arroz con leche, como un pequeño homenaje al mejor
padre del mundo. Y lo haré.
© Marieta Alonso Más
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