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martes, 29 de junio de 2021

Cristina Vázquez: ¡Sorpresa!

 


No daba crédito a lo que apareció al levantar la parte delantera de ese inesperado juguete y el dulce olor a ámbar que se esparció. Había llegado de vacaciones y al abrir la puerta de mi casa la correspondencia me recibió con desvergonzada abundancia, desparramada por el hall como un inesperado collage. Solo pensar en recogerla hizo que aumentara el malestar de la vuelta. Al pasar sobre ellas con despectiva majestad, me llamó la atención un papel amarillo, un poco arrugado y muy fino que resultó ser un recibo de correos. Tenía, casi desde que me había marchado, un paquete esperando. Fue el único signo que me alentó en medio del aburrimiento de cartas de banco y propaganda. No había remite. Decidí que iría en seguida pues las sorpresas deberían ser siempre agradables ¿o no?, me decía mientras me disponía a acercarme a la oficina indicada.

Al llegar, el joven granujiento y de sonrisa torcida, señaló una caja que me resultaba imposible llevarme por su tamaño y que, previo pago, conseguí que me la enviaran al día siguiente. Tenía por delante el fin de semana antes de reincorporarme, la dulce abulia del recuerdo soleado y un motivo, la caja, para distraer mi cabeza del regreso.

Cuando apareció el repartidor con el gran paquete, malhumorado por el peso, lo soltó con un suspiro. ¡Menuda mercancía señorita, ni que fuera de plomo! Le di una propina y abrí, más bien desgarré el papel de estraza que lo envolvía. No podía creer lo que apareció. Una casa de muñecas que casi ocupaba mi exiguo hall. Al abrirla mi extrañeza fue en aumento al ver la perfección de cada mueble, de cada pequeño detalle que de alguna manera me resultaban conocidos.

Al fondo del diminuto salón sobresalía desproporcionado un sobre dentro del cual encontré una tarjeta escrita con tinta verde y una letra redondeada, casi infantil: “Esta fue la casa de mis sueños. Con todo mi amor. Tu madre”

Vaya bromita, recibirme con esta barbaridad. Ya era lo suficientemente adulta a mis treinta años, como para saber que mi creencia de que las sorpresas debían ser agradables era un pensamiento más voluntarioso que real.

¡Qué carajo iba yo a hacer con eso! Las madres no dan una, siempre una ocurrencia inoportuna. La cerré con desasosiego. Además, la mía no tenía tales dulzuras ni le gustaban esos jueguecitos, y esa no me pareció su letra. Releí la tarjeta. No, definitivamente no era su letra.

Empecé a sentir intranquilidad cuando mi madre me negó que hubiera sido ella la de la broma.

––Si es que eso se puede considerar como tal ––afirmó con esa rotundidad imperiosa que yo detestaba.

Miré con más atención la anticuada casita que empezaba a apoderarse de la mía propia y como en una nebulosa aparecieron lejanos recuerdos de la tela estampada, de un cabecero de madera, el espejo. Mientras decidía qué hacer con ese inesperado monumento sonó el timbre y apareció mi padre.

––Vengo a hablar contigo ––me dijo con seriedad.

Erguido, moreno, elegante como siempre, me sorprendió en él la inusual apatía de sus hombros. Le encontré desmejorado, igual que si en vez de un mes nos hubiéramos separado un lustro.

Apenas miró el voluminoso juguete, aunque tuviera que pasar pegado a la pared para poder traspasar el hall. Se sentó en el sofá de mi pequeño salón y tras un profundo suspiro palmeó un lugar a su lado para que lo hiciera yo. Luego comprendí que no quería mirarme a los ojos. Cruzó las manos con solemnidad y me soltó que quién me había mandado esa casa de muñecas era, en verdad, mi auténtica madre. Hizo un gesto con la cabeza hacia dónde estaba el inesperado regalo igual que un inoportuno esqueleto, y en un tono tembloroso, para mi desconocido, me confesó con la cabeza baja.

––Esa fue la casa donde vivimos antes de que se marchara. Antes de que nos abandonara.

La rabia con la que lo dijo se ahogó en un sollozo y sin mirarme me apretó la mano. Se levantó con sorprendente velocidad y se fue hacia la salida murmurando: Mañana, mañana te cuento todo.

© Cristina Vázquez

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