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jueves, 1 de julio de 2021

Amantes de mis cuentos: Su refugio

 



Tras leer aquel mensaje amoroso fue como si la ira, el dolor, la decepción no la dejaran pensar. Sintió que debía poner tierra por medio. Y se fue a ese lugar de ensueño donde vivía su abuela, donde había pasado su niñez. De pequeña disfrutaba jugando al escondite en el bosque que lindaba con la casa familiar, de joven daba largos paseos bordeando sus límites. Allí encontraba siempre respuesta a sus preguntas, la tranquilidad para sus nervios, esa paz que no hallaba en ningún otro lugar.

Iba recorriendo los trescientos kilómetros que la separaban del paraíso y antes de llegar hizo recuento de todo lo que se había traído. Unos tejanos, ropa de abrigo, su instrumento de trabajo: el portátil, bien seguro en el asiento del acompañante. Allí donde acostumbraba a sentarse Guillermo, que a pesar de tener carnet de conducir no se ponía frente al volante. Era el que daba las órdenes: Gira a la derecha, ahora a la izquierda, cambia de marcha, levanta el pie del acelerador que en autovía hay que ir a ciento veinte y vas a ciento veintidós… Casi se lo oía decir.

A don Perfecto nunca se le escapaba nada. Salvo haber borrado aquel correo y pedirle, justo cuando preparaba una cena romántica, que entrara en su ordenador y le enviase un documento que había olvidado.

Parecía imposible que fuera un picaflor con la cara de bueno que tenía, pero allí estaba la prueba del delito, una nota apasionada de una chica con una foto abrazada a un perro. ¿Cómo era posible que le hiciera eso a ella, cuando susurraba a todas horas cuánto la quería? ¡Mentiroso!

Ya era noche cerrada cuando aparcó y llamó a la puerta. La estaba esperando. Una llamada telefónica la había puesto sobre aviso de su llegada.

La madrugada les pilló hablando del tema. La abuela estuvo muy interesada en todo lo relacionado con la tercera en discordia.

−En resumen: Lo único que tienes es una nota y la foto de una chica con juventud, belleza y sex appeal.

−Abuela ¿de dónde has sacado ese vocabulario?

−De las telenovelas, hija ‒y quitando del búcaro una hoja seca se arrebujó en la toquilla‒. Hay algo que no me cuadra.

Miró hacia las vigas del techo donde una telaraña parecía a punto de caérsele encima. Su marido era un hombre serio, formal, inteligente, y cariñoso hasta con ella, se llevó la mano al pecho. No, esa no sería su forma de actuar. Ha sido poco sensato de tu parte salir corriendo. Durante un corto espacio de tiempo la nieta se quedó rumiando sus palabras.

−¿Por qué?, preguntó la joven.

−Porque no. Además, Guillermo no tiene un pelo de tonto y nunca cambiaría la vaca por una chiva. 

−Abuela, ¿me estás llamando vaca?

Fue como si no la oyera. O quizás no la oyó debido al viento que silbaba buscando colarse entre las rendijas.

−Debe haber un error, hija. Por lo que deduzco: Una joven le ha enviado una carta de amor a tu marido, pero no encontraste ninguna respuesta. No te ha dado motivos de celos. Y sin concederle la oportunidad de defenderse, tomas el portante y te presentas aquí.

 

Fue hacia la cocina, preparó leche caliente y a paso corto trajo las dos jarras de aluminio. Durante un buen rato estuvo removiendo despacio el terrón de azúcar.

 

‒¿Sabes, cariño? El castaño en el que tanto te gustaba esconderte de pequeña, se dejó secar. Sufrió un ataque de orgullo arbóreo. El de al lado comenzó hacerse cada vez más frondoso y todo el que pasaba cerca tenía algo que decirle. No pudo soportar tanto agravio.

 

La nieta la miró como si no estuviera en sus cabales. Imposible. Si nadie le podía hacer sombra al castaño más bonito de este mundo, dijo convencida.

−No fue razonable. Se dejó llevar por los sentimientos heridos.

Asombrada, la joven volvió a observar a su abuela.

‒¿Qué estás queriendo decirme?

‒Nada hija. ¡Venga! A dormir que ya es hora. Mañana hablarás con tu marido. Deja que se explique y, de paso, cuéntale que estás esperando un hijo.

‒¡Cómo lo has sabido!

‒A mis años es difícil no ver lo evidente.

A la mañana siguiente, bien temprano, se despertó con la sensación de haber dormido toda una vida. El teléfono no paraba de sonar. Era Guillermo.

 

© Marieta Alonso Más


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