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martes, 13 de julio de 2021

Malena Teigeiro: Húmedos amaneceres

 


Siempre iba solo. Siempre a esa hora de la madrugada próxima al esplendor de la luz del día. En ese momento en que el resol hacía brillar la humedad del suelo convirtiéndola en un espejo. Entonces ya se habían retirado ellos. Pendencieros, bulliciosos, borrachos. Le habían amargado la vida y ahora ya solo le queda sentarse a esperar.

Aquel día, sorprendido, vio que habían cambiado los bancos. Ahora eran modernos, quizá más cómodos. Pero diferentes. Ellos no se sentarían, meditó. Pero él, sí. Sacó un pañuelo y limpió el relente. Se sentó colocando las puntas de la gabardina sobre las rodillas. Últimamente le dolían las piernas. Desde allí no veía el río. Lo cierto era que desde los otros bancos tampoco. Daba igual. Como todos los días él esperaría allí, sentado. Quizá ella apareciera.

La quiso desde el primer momento. Desde el instante en que la vio, bajita, delgada y con unos profundos ojos negros, tan grandes que parecía que se le iban a salir de la cara. También era simpática. Y alegre.

Sin embargo a sus amigos nunca les gustó. Le advirtieron sobre la joven. Envidia, sonreía su corazón mientras los oía aparentemente atento. Le dijeron que tuviera cuidado, que era díscola, inquieta, con amistades no muy recomendables. También que su padre, de profesión militar y viudo desde poco después de nacer ella, presumía de atarla corta, de que con él no podría. Si la conocieran bien, no dirían esas cosas, se dice para sí. También le hablaron de su madre. Le contaron varias historias que habían hecho sufrir a su esposo. Pero a él qué podía importarle lo que hubiera hecho o cómo hubiera vivido una suegra muerta hacía ya tantos años. Sin embargo, ellos le insistían en que Cecilia se parecía a ella.

Nada le importó y, después de un noviazgo muy corto, se desposaron en la catedral.

Al principio la veía contenta, feliz. Pero no tardó más de dos meses en volver a salir con ellos. Cuando se iba, si él ya había vuelto, lo abrazaba como si le costara mucho trabajo dejarlo solo. Que no se preocupara, decía besándolo mimosa. Que solo se iba un ratito con sus amigos de toda la vida. Para ella eran los hermanos que nunca tuvo. Después, comenzó a dejar de cenar en casa. A llegar de madrugada.

––Si solo lo hago los fines de semana ––sonreía con el ceño fruncido.

Ya por entonces comenzó a vestirse raro. Sí. Comenzó a vestir faldas largas de colores brillantes. Dejó de usar sus finos y elegantes zapatos por unas sandalias de tiras de cuero. Cuando llegó el invierno se calzó unas botas negras, grandes, viejas.

––Parece que te calces para conducir las ovejas ––le dijo sonriente.

Por la expresión de su rostro supo que no le gustó.

Una tarde su hermano pequeño entró en el despacho sin avisar. Sentado en una silla delante de él, sin sacar las manos en los bolsillos, le contó que le habían dicho que la vieron cantando con unos amigos en El Espolón. Y fue a comprobarlo y era cierto. Añadió que uno de los jóvenes, el que tenía los cabellos ralos, parecía ser algo más que su amigo. Tenía que ser alguien que se le parecía, le contestó sin levantar la mirada del papel que estaba escribiendo.

––No te mereces lo que te está pasando. Espabila y pon fin a esta… ––chiscó los dedos.

Salió del despacho sin despedirse. Aquella noche fue a ver. Había llovido y la luz de las farolas hacía brillar el suelo como un espejo. De pronto se detuvo. Dos jóvenes rasgueando sus guitaras acompañan su canto. Protegido por la oscuridad, la escuchó cantar. Nunca había percibido su voz tan dulce, tan desgarrada. Delante de ellos, un negro pañuelo extendido en el suelo recogía las monedas.

Sentado en el sofá la esperó. Cuando la oyó entrar encendió la luz del salón. Ella, con las cejas apretadas, las pupilas dilatadas, y una hombruna chaqueta varias tallas más grandes de lo que necesitaba sobre los hombros, se acercó a la puerta. Aspiró con desparpajo el canuto que llevaba entre los dedos. Luego, se le acercó musitando lo que supuso era la letra de una canción. Desencajado, levantó el dedo. Le exigió finalizar con ese tipo de vida.

––Pero, ¡ya! Si es necesario, pediré el traslado ––añadió con voz ronca, levantándose del sofá.

Y ella, brillándole las pupilas como si tuvieran fuego, le gritó que era peor que su padre. Salió de la habitación dando un portazo. Aquella noche durmieron separados.

Por la mañana no estaba. Se había ido sin siquiera dejar una nota. No recogió sus cosas, ni tocó el dinero.

Ya había pasado mucho tiempo cuando la volvió a ver cantando en El Espolón. Ahora solo uno de los jóvenes acompañaba con su guitarra su voz limpia, suave, como la piel que cubría sus esqueléticas mejillas. Se acercó y dejó caer todo el dinero que llevaba en la cartera sobre el negro y raído pañuelo. Que volviera a casa. Que él la cuidaría, le susurró mientras lo hacía. Ella bajó los párpados.

Y esa noche, como tantas desde aquel día en que la angustia por verla plegaba su anciano pecho, se fue al El Espolón. Se sentó en un banco cercano al lugar en donde la última vez la escuchó cantar. Esperó. Ya aparecía la luz del amanecer cuando se colocó las manos sobre las rodillas. Levantó su casi ciega mirada al cielo.

––Señor, deseo tanto verla y escuchar su voz, su risa ––susurró implorante.

El helado viento levantó una nube de hojas secas hacia el firmamento. El anciano sonrió al verlas volar. Luego, lentamente, apoyó la espalda en el banco y desmayó la cabeza sobre el pecho.

© Malena Teigeiro

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