Aquel día, Tina fue a esperar el coche correo. Después de
ver apearse a todos los viajeros, el cobrador comenzó a repartir todos los
encargos. Nombraba, uno por uno, a los destinatarios de los paquetes, pero a
ella no la nombró. La cara desilusionada de Tina, al borde de las lágrimas,
hizo que el cobrador volviera al autobús y mirara por todos los rincones, pero
el paquete no apareció.
─Debe haberse quedado en algún pueblo ─dijo el cobrador−.
No te preocupes mañana lo recuperaré. Me lo ha dado esta tarde la modista para
ti.
─Mañana es la fiesta y no podré estrenarlo ─dijo Tina─ a
punto de hacer pucheros y, para que no la vieran llorar, volvió la cabeza y se
marchó despacito a su casa.
Era la víspera de la Fiesta. Tina era la tercera de una
familia numerosa. Cada año por esas
fechas, la madre hacía un esfuerzo para que todos sus hijos estrenaran algo
bonito. Tina había cumplido diecisiete años en marzo y su madre pensó, que ya
era hora de que le hicieran un verdadero vestido, hasta entonces siempre se los
había hecho ella.
Fueron a la capital y se alojaron en casa de la
tía-abuela, casada con un boticario, como tenían por costumbre. La tía,
cariñosa como siempre, les acompaño a hacer las compras. El dependiente del
comercio de tejidos ponía sobre el mostrador una tela sobre otra, mientras
miraba de reojo la reacción de la jovencita después de mirar a la madre, que
consultaba el monedero, continuamente. Las telas eran más caras de lo que ella
había imaginado. El dinero no lo había reunido hasta la noche anterior, cuando
llegó su cuñado, como caído del cielo,
diciendo:
─Sé que mañana vais de viaje. Necesitareis dinero.
─Toma coge esto, nunca está demás. Ya me lo devolverás
cuando puedas.
Ella respiró aliviada. El dinero era su principal
preocupación, casi nunca había en casa.
─¡Dios proveerá! ─decía─
y casi siempre, proveía.
Por eso, pudo comprar la tela de tafetán azul que hacía
juego con los ojos azules de Tina y su pelo rubio ceniza. Era muy tímida, se
ruborizaba con frecuencia. Sus mejillas estaban rojas, como la grana, mientras
el dependiente le acercaba la tela a la cara y le decía.
─ Ve que bien le sienta, señorita, venga a mirarse en este
espejo.
Tina se miraba y apenas se reconocía. No estaba
acostumbrada a que le prestasen tanta atención ni a verse en un espejo de
cuerpo entero. Lo que vio en el espejo le gustó: una chica muy joven y muy
guapa, aunque un poco pueblerina.
Desde allí, fueron directamente a casa de la modista. La
madre protestaba:
─No puedo, tía, es demasiado −La tía puso un dedo en sus
labios.
─¡A callar! La modista cose para mí; coserá también para
la niña. Yo la pagaré.
Al día siguiente, después de hacerse las pruebas, madre e
hija volvieron al pueblo. Tina estaba muy ilusionada. El vestido azul le
sentaba muy bien. Con un gran cuello a modo de esclavina y un gran lazo blanco
de raso, parecía una princesa de cuento. La modista había prometido enviarlo
sin falta para la fiesta y la niña se imaginaba saliendo de casa para la misa
solemne con el vestido puesto o bailando en el salón del pueblo por la noche. Soñaba
con la admiración que causaría, con la envidia de sus amigas y la mirada
orgullosa de su madre y sus hermanos.
El vestido no llegó ni ese día ni al día siguiente. No podía llegar. Otra chica
también joven, también rubia, también pobre, se había encontrado el paquete,
sin saber cómo, entre su equipaje al apearse del autobús, que también paraba en
su pueblo, y al llegar a casa y abrirlo
pensó que era el maravilloso vestido de la Cenicienta, ¡Un milagro! Para el
baile de la noche. Ni por un momento, pensó en devolverlo. Se lo quedó.
El baile había comenzado, cuando Margarita entró en el
salón. Las jóvenes luciendo sus mejores galas, esperaban sentadas en las
sillas, alineadas alrededor del salón, especialmente adornado para ese día.
Cuando entró Margarita, se oyó un murmullo entre la gente de: ¡Ah!, ¡Ah! y ¡Oh!,
¡Oh! El vestido azul le sentaba como un guante, parecía hecho para ella.
Margarita no tenía los ojos azules, pero los tenía dulces y pardos y su pelo
era dorado y abundante como la mies en verano. Todas las miradas la siguieron,
las de las chicas y las madres con
envidia la de los chicos y los hombres con deseo.
Ella bailó y bailó
una y otra vez, dando vueltas por la pista. Los chicos la rodeaban, como moscas alrededor de la
miel. El vestido azul se movía al compás de la música y destacaba la belleza de
la jovencita, que exaltada por el éxito de la noche, cuando estaba a punto de
desmayarse, se sentó para descansar un momento.
En un rincón miraba el baile, con aparente indiferencia, el
«príncipe» del cuento. Había nacido rico porque sus abuelos y sus padres lo
fueron antes que él. Hacía poco que había enviudado, tenía dos hijos pequeños,
que cuidaba la abuela. Era un hombre taciturno, alto y fuerte, de pocas
palabras y sentimientos contenidos. Estaba en el baile porque su madre se lo
había mandado:
─Anda, hijo, que aún eres joven. Vete a distraerte un
rato. No puedes estar todo el día metido en casa o en el campo.
Él la hizo caso y
allí estaba, como todos, se fijó en Margarita que, hasta esa noche había sido
invisible para él. Creyó recordar que era hija de un aparcero de sus tierras,
pero él la recordaba cuando era una niña, nada que ver con aquella joven
esplendida vestida de azul. Tuvo un impulso y, sin pensar en las consecuencias,
cuando la vio sentarse se acercó a ella para pedirle un baile. Hacían una buena
pareja, a pesar de la diferencia de edad. Sus movimientos sincronizaron,
rápidamente. Se dejaron llevar por la música, Margarita cerró los ojos y sintió
como latía fuerte el corazón de su pareja. Él no dejaba de mirarla y sintió que
el corazón no le cabía en el pecho. Todas las miradas convergían en la pareja,
la música seguía tocando. Al cabo de dos meses se casaron.
─El vestido azul nos acercó −dijo un día Margarita─ pero
lo que no sabes es, que aquel vestido no era mío, llegó a mis manos por un
error o por un milagro; aquel vestido era para otra chica. He pensado mucho en
ella ¿Qué pasaría?
Cuando Tina llegó a casa se encerró en su cuarto para
llorar a solas. Aquella noche no salió y pensó que, naturalmente, Dios había
castigado su vanidad con la desaparición del vestido. De nada sirvió que su
madre le dijera que todo era fruto de la casualidad y de los muchos encargos
que tenía por estas fechas el cobrador del autobús, que Dios nada tenía que ver
con esto.
Al día siguiente, el día de la fiesta, Tina fue a la misa
solemne con los ojos bajos y el vestido, que había hecho su madre para ella el
año anterior y que ya le venía un poco estrecho. Por la noche no fue a bailar,
por más que la insistieron las amigas. A partir de entonces, frecuentaba la
iglesia con porte modoso, ¡pareces una monja!, se burlaban sus hermanos. Su
madre, que sabía el verdadero motivo, quiso sacarla del error y propuso
encargar otro vestido igual, a pesar del sacrificio que suponía. Ya era tarde, Tina
no quiso saber nada de vestidos ni de otras cosas que la apartaran de la vida
piadosa que había elegido. A los pocos meses entró en un convento.
Antes recibió un paquete, por la misma vía por la que
perdió el vestido azul, con el hábito de novicia que tendría que llevar durante
un tiempo. También esta vez fue a esperarlo y, cuando lo abrió en su casa,
delante de sus padres y hermanos, sintió
una fuerte emoción: el hábito también tenía una
amplia esclavina y un lazo blanco, también era de un precioso color
azul.
© Socorro González-Sepúlveda Romeral
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