Allí
estaba, pensando, pensando… Si esto fuera un cuento no se sentiría tan rabiosa.
Sus ojos parecían estar envueltos en oscuros resentimientos. Siendo de una
aldea perdida de la meseta castellana poseía una elegancia que recordaba a la
mujer francesa o a la italiana.
Todos
los días lo mismo. Ni siquiera después de la discusión de anoche cambió sus hábitos
y eso que le disparó al rostro el anillo de casada.
¿Cómo
se podría quitar uno de encima a este ser sin agallas que ante los ojos de todos
se presentaba como el marido perfecto, el eterno enamorado, el mejor de los
hombres?
Desde
hacía mucho tiempo cualquier sentimiento que hubiese habitado en ella, ya no
existía, se lo había llevado el viento, roto en finas tiras.
Su
madre decía que el tiempo todo lo cambiaba, que cada día era diferente, que los
seres humanos evolucionaban. Sí. Todos. Menos él.
Ideó
varios métodos para mandarle a freír espárragos, para que se fuera a paseo con
viento fresco, para que se pusiera a trabajar, para que no estuviera todo el
día detrás de ella. Fracasó.
De
nada sirvió el diálogo, ni ponerle a dieta de sexo, ni dejarle solo con mujeres
despampanantes, ni decirle que hacía el amor con muchos otros. Siempre encontraba
la frase adecuada, la palabra idónea para redimirla de culpa.
«Hasta
que la muerte nos separe» fue dicho por ella sin pensar. Pero él se lo tomó muy
en serio.
Ojalá
que después de lo de anoche estuviera enfadado, que le hablara de divorcio, que
la insultara, que amagara una bofetada. Así podría ella corresponderle con toda
su furia contenida.
Nada.
Lo que le dijo fue que una taza de té podría animarla para bailar la siguiente
pieza con los cachetes juntos.
© Marieta Alonso
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