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miércoles, 11 de agosto de 2021

Socorro González-Sepúlveda: María Sarmiento

 



La llamaban María Sarmiento por su aspecto. Alta y seca, con el pelo entrecano, recogido en un moño en lo más alto de la cabeza, siempre erguida, que alargaba una cuarta a su figura. Vestía desde tiempo inmemorial el hábito del Carmen por comodidad y también por la falta total de coquetería. Como único adorno lucía en sus manos, grandes y huesudas, dos anillos heredados de sus antepasados, tan grandes, que podían competir con el anillo del obispo.

Cada cuatro o cinco años, cuando el obispo iba a confirmar, se hospedaba en casa de María. Era la única casa del pueblo que podía albergar tan ilustre huésped: de rancio abolengo, en el dintel de piedra de la puerta lucía un escudo nobiliario, los muebles antiguos, lo mismo que los cuadros al óleo oscurecidos por el tiempo, tenían al menos cuatro generaciones y, sobre todo,  María  Sarmiento tenía la mejor cocinera de la comarca (sus natillas habían sido alabadas por un canónigo de la catedral, que tenía fama, bien merecida, de sibarita y lo habían publicado en un periódico local). Consciente  de su categoría social María caminaba por la calle tiesa, como  un palo de escoba.

Su madre murió cuando ella tenía siete años. Su padre,  que se dedicó a dilapidar la hacienda, dejo su educación en manos de las criadas; la niña salió ganando. Las criadas daban importancia al amor y a los sentimientos sobre todo lo demás y, cariño no le faltó mientras crecía, aunque ella estaba loca por su padre y mendigaba su atención continuamente.

Cuando se hizo mayor y llegó la hora de enamorarse María espero en vano aquel amor que, según sus educadoras, llegaría arrasando cualquier dificultad. Pero no había en el pueblo nadie de su categoría para pretenderla y los restantes no se atrevieron por temor a una negativa. Ella espero, con paciencia al principio, luego, cuando sus amigas se fueron casando y nacieron sus primeros hijos, ella  sintió por primera vez la soledad y, en vez de buscar la compañía se fue  aislando más y más.  Fue entonces, cuando su padre enfermo y necesitó de sus cuidados.  Ella se dedicó a cuidar de él con todas sus fuerzas, pero la enfermedad agravó  el egoísmo del padre y lo convirtió en un tirano para María, que siempre lo había querido. Cuando murió sintió alivio, aunque  guardó luto riguroso, su corazón se había endurecido sin remedio.

En el periodo que siguió a la muerte de su padre, María se reveló como una mujer de negocios y ama de casa perfecta. Fue entonces, cuando puso todo su empeño en levantar la hacienda y devolverla su antiguo esplendor. Se volvieron a abrir las bodegas, a arar los campos, pasto el ganado en la dehesa y ella se ocupaba de todo: cobraba rentas, pagaba salarios y con mano firme dirigía a los criados y criadas. Si no sabía alguna cosa preguntaba, sin orgullo, a los mayores del pueblo para que la orientaran y poco a poco fue respetada, querida y casi temida.  María Sarmiento se convirtió en una leyenda.

Las mujeres fueron las primeras en notarlo. Con el alivio  de  luto María no se volvió a poner el hábito del Carmen y sí, se puso un collar de perlas  de su abuela sobre un vestido de seda estampado que  había mandado hacer a la modista, copiando una revista de moda. En un acto de valor sin precedentes, se cortó el pelo y el moño desapareció para siempre dejando una melenita corta y rizada.

El causante de este cambio fue un ingeniero, unos años más joven que ella, alto y buen mozo que vino de Madrid para la construcción del pantano cercano al pueblo. Se alojó en casa de María provisionalmente, dijo él. La cercanía y el roce hicieron el resto. Los dos tenían esa edad adulta al borde de perder la juventud. Se amaron con esa pasión, contenida por mucho tiempo, que explosionó, en ella sobre todo, e hizo reverdecer y sacar a la luz su belleza madura. Al sarmiento le brotaron pámpanas y tijeretas. Por un tiempo, no muy largo, María fue feliz.

Primero fue un rumor, más tarde una certeza. El ingeniero estaba casado y María estaba embarazada. El escándalo dividió al pueblo en dos bandos: los partidarios de María estaban por vengarla dando una lección al ingeniero. Otros, los envidiosos y envidiosas, la culpaban y se alegraban de su desgracia.

 Un buen día, el ingeniero desapareció del pueblo sin dejar rastro. María sorprendió a todos, cuando al poco tiempo, desapareció también.  Antes vendió las tierras, cerró la casa para siempre y se fue al extranjero donde nadie la conocía.  Unos dicen que a vivir su pasión mientras durase, otros que a esconder su vergüenza. Yo pienso, que a vivir y a educar a su hijo en libertad. También pienso que puso una pensión o un restaurante de éxito. ¿Por qué lo digo? Porque se llevó a la cocinera con ella. Era, ante todo, una mujer práctica.

 

                                                © Socorro González-Sepúlveda Romeral

 

 

 

 

 


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