La llamaban María Sarmiento por su aspecto. Alta y seca,
con el pelo entrecano, recogido en un moño en lo más alto de la cabeza, siempre
erguida, que alargaba una cuarta a su figura. Vestía desde tiempo inmemorial el
hábito del Carmen por comodidad y también por la falta total de coquetería.
Como único adorno lucía en sus manos, grandes y huesudas, dos anillos heredados
de sus antepasados, tan grandes, que podían competir con el anillo del obispo.
Cada cuatro o cinco años, cuando el obispo iba a
confirmar, se hospedaba en casa de María. Era la única casa del pueblo que
podía albergar tan ilustre huésped: de rancio abolengo, en el dintel de piedra
de la puerta lucía un escudo nobiliario, los muebles antiguos, lo mismo que los
cuadros al óleo oscurecidos por el tiempo, tenían al menos cuatro generaciones
y, sobre todo, María Sarmiento tenía la mejor cocinera de la
comarca (sus natillas habían sido alabadas por un canónigo de la catedral, que
tenía fama, bien merecida, de sibarita y lo habían publicado en un periódico
local). Consciente de su categoría
social María caminaba por la calle tiesa, como un palo de escoba.
Su madre murió cuando ella tenía siete años. Su padre, que se dedicó a dilapidar la hacienda, dejo
su educación en manos de las criadas; la niña salió ganando. Las criadas daban
importancia al amor y a los sentimientos sobre todo lo demás y, cariño no le
faltó mientras crecía, aunque ella estaba loca por su padre y mendigaba su
atención continuamente.
Cuando se hizo mayor y llegó la hora de enamorarse María
espero en vano aquel amor que, según sus educadoras, llegaría arrasando
cualquier dificultad. Pero no había en el pueblo nadie de su categoría para
pretenderla y los restantes no se atrevieron por temor a una negativa. Ella
espero, con paciencia al principio, luego, cuando sus amigas se fueron casando
y nacieron sus primeros hijos, ella sintió por primera vez la soledad y, en vez de
buscar la compañía se fue aislando más y
más. Fue entonces, cuando su padre
enfermo y necesitó de sus cuidados. Ella
se dedicó a cuidar de él con todas sus fuerzas, pero la enfermedad agravó el egoísmo del padre y lo convirtió en un
tirano para María, que siempre lo había querido. Cuando murió sintió alivio,
aunque guardó luto riguroso, su corazón
se había endurecido sin remedio.
En el periodo que siguió a la muerte de su padre, María se
reveló como una mujer de negocios y ama de casa perfecta. Fue entonces, cuando
puso todo su empeño en levantar la hacienda y devolverla su antiguo esplendor.
Se volvieron a abrir las bodegas, a arar los campos, pasto el ganado en la
dehesa y ella se ocupaba de todo: cobraba rentas, pagaba salarios y con mano
firme dirigía a los criados y criadas. Si no sabía alguna cosa preguntaba, sin
orgullo, a los mayores del pueblo para que la orientaran y poco a poco fue
respetada, querida y casi temida. María
Sarmiento se convirtió en una leyenda.
Las mujeres fueron las primeras en notarlo. Con el
alivio de luto María no se volvió a poner el hábito del
Carmen y sí, se puso un collar de perlas de su abuela sobre un vestido de seda
estampado que había mandado hacer a la
modista, copiando una revista de moda. En un acto de valor sin precedentes, se
cortó el pelo y el moño desapareció para siempre dejando una melenita corta y
rizada.
El causante de este cambio fue un ingeniero, unos años más
joven que ella, alto y buen mozo que vino de Madrid para la construcción del pantano
cercano al pueblo. Se alojó en casa de María provisionalmente, dijo él. La
cercanía y el roce hicieron el resto. Los dos tenían esa edad adulta al borde
de perder la juventud. Se amaron con esa pasión, contenida por mucho tiempo,
que explosionó, en ella sobre todo, e hizo reverdecer y sacar a la luz su
belleza madura. Al sarmiento le brotaron pámpanas y tijeretas. Por un tiempo,
no muy largo, María fue feliz.
Primero fue un rumor, más tarde una certeza. El ingeniero
estaba casado y María estaba embarazada. El escándalo dividió al pueblo en dos
bandos: los partidarios de María estaban por vengarla dando una lección al
ingeniero. Otros, los envidiosos y envidiosas, la culpaban y se alegraban de su
desgracia.
Un buen día, el
ingeniero desapareció del pueblo sin dejar rastro. María sorprendió a todos,
cuando al poco tiempo, desapareció también. Antes vendió las tierras, cerró la casa para
siempre y se fue al extranjero donde nadie la conocía. Unos dicen que a vivir su pasión mientras
durase, otros que a esconder su vergüenza. Yo pienso, que a vivir y a educar a
su hijo en libertad. También pienso que puso una pensión o un restaurante de
éxito. ¿Por qué lo digo? Porque se llevó a la cocinera con ella. Era, ante
todo, una mujer práctica.
© Socorro González-Sepúlveda Romeral
No hay comentarios:
Publicar un comentario