La prima Gisel sentía pasión
por las flores. A sus veintitrés años, yendo del brazo de su padre hacia el
altar, la felicidad le brotaba por los ojos y enseñaba a sus amigas el precioso
buqué de margaritas que le habían regalado. Ya habían dicho el sí quiero, y ¡de
pronto! se oyeron gritos y detonaciones.
Sintió que su desconcertado marido
la tiraba al suelo y se le echaba encima para protegerla. Fue la única
superviviente de aquella masacre. Cuando todo se volvió silencio, y antes de
que llegara la policía, desanduvo el pasillo con el vestido blanco manchado de
sangre, abrazada al ramo de novia.
Llegó a la solitaria casa de
su niñez, puso el ramillete en un búcaro de cerámica achaparrado, partió una
pastilla de aspirina por la mitad y echándola en el agua, se sentó a esperar no
sabía qué.
Los años fueron pasando uno
detrás de otro hasta diez y cada mañana al despertar sonreía a sus margaritas,
asombro de todos por seguir tan frescas y lozanas. Les daba los buenos días, las
salpicaba con agua y comenzaba la rutina.
Hasta que una mañana, al
entrar por la puerta del instituto donde impartía clases, tropezó con un hombre
de aire despistado, un nuevo profesor. Poco a poco la fue camelando con flores,
agasajándola con chocolate, otra de sus debilidades, y así fue calando en su
corazón.
La boda se celebró en la
intimidad y tras el banquete regresaron al hogar. A pesar de la quietud había algo extraño en el
ambiente. Se dirigió al dormitorio. Las margaritas habían huido y solo un
pétalo esperaba sobre la mesa, que al verla voló hacia ella. Se le posó en los
labios y desapareció.
© Marieta Alonso Más
No hay comentarios:
Publicar un comentario