Yo, L’Étoile de mi madre, que pasaba de mano en mano para que las dos pudiésemos sobrevivir, tuve la suerte de toparme, literalmente, pues fue un buen cabezazo, en una noche de tempête con el amor de mi vida.
¡Démons! Se le oyó decir, alors que se tocaba con delicadeza el
chichón que ya le iba asomando, en su voir.
No fue culpa mía, excusez-moi.
Y le besaba la sien para que le doliera menos, mientras le recitaba aquello que
me enseñó mi madre: Sana, sanita culito de rana, si no se cura hoy, se curará
mañana.
En aquel entonces yo era una
pobre e indefensa joven nacida en L’Espagne, que se fue a trabajar a la Bretagne
française, justo en Saint-Malo. Corrían aquellos años de 1534 cuando Jacques
Cartier regresó de un viaje en el que exploró el golfo de San Lorenzo.
Me invitó a entrar en una
taberna y allí entre copas de vino y
trozos de fromage me contó que
también había estado en un territorio desconocido que él llamó, Canadá. Yo no
tengo el don de lenguas como él, que hablaba el portugués a la perfección, pero
sí sé écouter con atención, y fui una esponja aprendiendo de sus labios. Llegó
la madrugada contándome sus vivencias. Era la première fois que hablaba largo y tendido con una mujer, afirmó. Y
nos fuimos enamorando segundo a segundo.
No me explico esa pasión que
sentía por mí, él un hombre tan culto, uno de los mejores navegateurs de aquellos tiempos, en que había que ser courageux
para enfrentarse a lo desconocido y yo sin hablar un francés coherente, ni un
español ilustrado. En lo único en que estaba doctorada era en la asignatura de hacer
sentir y dar felicidad a quien se dignaba estar conmigo, a cambio de un precio
asequible.
Alquiló una casa y allá que
nos fuimos mi madre y yo. Me sacó de las peligrosas calles, me quería solo para
él. Nunca tuve enfants, tampoco él
con su mujer. Otra de mis habilidades
era dibujar de maravilla y siguiendo sus instructions
hacía mapas y pintaba amerindios.
Estaba casado con Marie-Catherine
des Granches, que mejoró su condición social. Y se llevaban bien, guardando las
apariencias. Nunca se separó de ella, ni de mí. Para él yo era la mujer más
generosa de la creación y todo porque le enviaba a su casa cuando estaba
borracho perdu, era el único momento
en que le decía palabras de amor a su mujer. A mí me las susurraba sobrio.
Claro que con ella estuvo
casado trente-sept ans, y conmigo, solo estuvo vingt-deux. Me ganó por goleada.
© Marieta Alonso Más
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