El cielo amaneció llorando. No
podremos ir al parque, pronosticó la abuela. Los chicos se miraron entre ellos
con picardía, y la convencieron que entre los chubasqueros, las botas de agua y
las mascarillas no se mojarían. Ya veremos, respondió y se fue a vestir.
En la calle charcos de
distintos tamaños soñaban con llegar a ser lagunas, las lagunas con ser ríos, y
los ríos con la mar. Nunca se está contento con lo que se es. Eso lo aprendió
de la vida.
Ella, por la acera con su
bastón, y los niños chapoteando por la calzada llegaron a su destino. Se
entretuvo en buscar al mendigo, que tocaba la flauta, resguardado en los
soportales de la plaza Mayor. Su tonadilla era alegre, invitaba a bailar.
Cada vez que lo oía, se le iban
los pies tras las notas. Su cuerpo ya no era el de antes, en cambio, su mente parecía
tener veinte lustrosos años, con las mismas ansias de vivir, de soñar, de
juguetear con el amor. Recordó aquella vez que sintió una mano ligeramente
ahuecada en la espalda y voló por los aires en una floritura que hizo que la
falda se desplegara. Enseñó algo más de lo debido. Solo duró un instante, menos
mal, si hubiese durado una eternidad las habladurías seguirían sonando. Nunca
olvidó aquel vals del Emperador, ¡Ay, Strauss! ¡Qué cosquilleo!
Eran tiempos en que no tenía
necesidad de usar sujetador. Los escotes de sus vestidos se mantenían firmes,
insinuantes, seductores, mientras atraían todas las miradas.
Un grito infantil la sacó del
ensueño:
¡Abuela! ¡Despierta! Mi
hermano no para de saltar en los charcos y me salpica con el agua sucia.
© Marieta Alonso Más
Muy bueno y muy bien escrito. Felicidades, amiga.
ResponderEliminarMuchísimas gracias, Blanca, por tus comentarios. Un abrazo
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