A la tía Águeda la vida la
trajo bien joven, casi adolescente, a Madrid. Nunca más regresó a aquel su
pueblo extremeño. Lo añoraba de vez en cuando, y hablaba de sus bonitas calles
empinadas atravesadas por riachuelos. Debido al trabajo que ejerció durante toda
su vida, el de cuidar de una portería en pleno barrio de Salamanca, experimentó
la necesidad de estar al tanto de todo. No se le escapaba nada. Vivía en un
edificio clásico y vanguardista en el que los vecinos presumían de comer langosta,
centollo, bogavante, pero el olor a calamares a la romana se difundía por toda
la escalera. No mienten, comentaba con sus amigas. Ese molusco forma parte de
los mariscos.
Su apartamento en la planta
baja era pequeño, acogedor, muy limpio, y sirvió de trampolín para que sus quince
sobrinas, de una en una, dieran el salto a la capital. Gracias a ella, que
administraba su dinero como si fuera economista, todas estudiaron y salieron
adelante. Sentía que ser práctica era lo mejor que le había sucedido en la
vida. Gracias a su seguro de decesos fue enterrada en La Almudena.
Sabía en carne propia de la
soledad del ser humano, de los atavismos que acosan, del mundo hostil, de lo
difícil que resulta a veces, vivir. Y pensó que haciendo amistades entre las
ánimas no estaría sola, a ella le encantaba la gente, hablar con unos y con
otros, chismorrear, y no quería que por el simple hecho de estar bajo tierra
esa faceta tan suya de sociabilizar con los vecinos se extinguiera.
Un día decidió salir a pasear
de madrugada, y comprobó satisfecha que muchas almas pululaban también a esas
horas. Como le encantaban las flores, fue de tumba en tumba con una regadera llena
de agua que tomó prestada de la caseta del guardián. Esa misma noche hizo
buenas migas con otras amantes de las flores y consideraron oportuno quitar las
hojas secas y aprovechar unas y otras para hacer llamativos arreglos florales. Por
mayoría absoluta decidieron que había que deshacerse de las de plástico. Al
contenedor. Así se formó un trasiego de crisantemos, rosas, azucenas, lirios,
claveles, gladiolos…, para que ninguna tumba se quedara sin flores. Cada vez
eran más las ánimas que en procesión recorrían todo el cementerio. Nadie se
quedaría sin flores.
Tras el trabajo se sentaban
de tertulia hablando siempre de los vivos y nunca de los allí presentes. Las
madrugadas se hicieron muy agradables. El ángel de la Almudena se acercó con su
trompeta, brindando sus servicios, que fueron aceptados con gran entusiasmo. Al
ritmo de trompeta se harían turnos de trabajo. La mejor opción para que los
difuntos hicieran ejercicio.
Se sabe que nunca llueve a gusto de todos. Y a los vivos les gusta las grescas, por lo que comenzaron a llegar críticas, enfados, protestas de familiares, que al final presentaron una queja al Ayuntamiento. Alguien amigo de lo ajeno ―escribieron― cambiaba, revolvía, descolocaba sus flores, y si bien el cementerio había ganado en belleza y limpieza, era obvio que había que respetar las flores de cada cual. No tenían por qué ser compartidas.
Hubo reunión urgente de las
ánimas. No sabían qué hacer hasta que tía Águeda de acuerdo con el Ángel, aconsejó
correr la voz sobre dos antiguas leyendas. Una muy conocida: «Todo aquel que
pasara a la vera del ángel y oyese el sonido de la trompeta significaba que su
muerte estaba cerca». Otra menos sabida: «El ángel, un tiquismiquis de cuidado,
sentía adoración por las flores, no soportaba a la gente quejica, y estaba
dispuesto a que su trompeta hiciera horas extras».
© Marieta Alonso Más
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