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jueves, 11 de noviembre de 2021

Socorro González-Sepúlveda Romeral: El herrero

 


 

Siempre andaba tiznado. Sus ojos claros destacaban en el negro de la cara. Era un hombretón poderoso, como un gigante.  Cerca de su casa estaba la fragua, negra y estrecha. Una ventana dejaba salir las chispas de fuego al golpear el hierro.  Su hijo mayor le ayudaba en sus tareas, que no eran muchas, porque en el pueblo había dos herreros y caballerías para herrar. Era pobre, muy pobre. Lo que ganaba en la herrería no le llegaba para alimentar a su numerosa prole.

La esposa del herrero era grandota, como corresponde a la esposa de un gigante. Siempre se la veía con un niño en la cadera, otro en la mano y un tercero cogido de sus faldas. No paraba en casa. No le gustaba porque era fea. No tenía ventanas ni puertas; las habitaciones estaban separadas por cortinas. Las camas casi nunca estaban hechas y en la cocina, junto a una lumbre escasa, se arrimaba un puchero en el que se iba cociendo lo poco que había. En el patio no había un solo árbol de sombra ni plantas con flores. Enredada en la pared había una parra que daba uvas, pero los chicos se las comían antes de madurar.

Los hijos del herrero eran todos guapos. Los había rubios y morenos, con el pelo rizado, enmarañado y sin peinar, pero todos tenían los ojos claros como su padre y los pantalones rotos. Sus caritas de ángeles no les impedían hacer travesuras, ni robar fruta y tomates de las huertas. Tenían dos chaquetas para tres, un jersey y un solo par de zapatos, pero no parecía importarles iban la mayor parte del tiempo descalzos y se turnaban para ir a la escuela.

 La mujer del herrero no pedía, pero recorría las casas más pudientes para ofrecerse a hacer cualquier cosa.

─¿Qué puedes hacer tú?─ le decían. Bastante tienes con cuidar de todos estos.

─¡Qué guapos son!

Entre estas familias, había una que no tenía hijos.  La señora era especialmente cariñosa con los niños y les seguía con los ojos un buen trecho, cuando salían de su casa. Era costumbre, en las familias numerosas, llevar a vivir con sus tíos algunos de sus hijos, sobre todo, si no tenían recursos, pero entre esta familia y la del herrero no existían lazos familiares. No obstante, un día el amo de la casa se plantó en la herrería e interpeló al herrero.

─Mira, tú no puedes alimentar a tus hijos y mi mujer está loca por ellos. Déjame alguno. Yo veré la manera de compensarte.

Aquella noche fue eterna para la pareja. Habló el herrero, lloró su esposa…

─Quiero que mis hijos prueben otra clase de vida. Quiero darles una oportunidad. Aquí nunca llegarán a ser nada… Eso sí, no quiero nada a cambio. No quiero que, el día de mañana, me acusen de haberlos vendido.

Al día siguiente, sin dar tiempo a que su mujer se arrepintiera, cogió a los tres más pequeños y se presentó en la casa.

─Aquí los tienes, mujer, trátalos como si fueran tuyos y quiérelos mucho, que solo Dios sabe lo que nos cuesta separarnos de ellos.

Para evitar escenas penosas, los padres adoptivos, dejaron el pueblo con el pretexto de buscar colegios para los niños y se instalaron en la ciudad.

Se acabó la alegría en casa del herrero. Su esposa daba vueltas por el pueblo enajenada. Contaba, a quien quería oírla, que sus niños volverían pronto y nunca volverían a marcharse. Pronto enfermó y el herrero temió por su vida. Los hijos mayores también abandonaron el hogar, unos para casarse otros para buscar una vida mejor. Quedaron el herrero y su mujer uno frente al otro al arrimo de la lumbre escasa, en las largas noches de invierno. Pensando siempre en sus hijos pequeños y preguntándose si habían obrado bien.

La noticia llegó a principios de otoño, primero fue un rumor, después una certeza. El matrimonio y sus tres hijos adoptivos habían perecido en un incendio en una finca cercana a la capital donde residían. Una o varias chispas de la chimenea, imprudentemente, encendida durante la noche, había sido la causa.

Días después, cuando los pastores sacaban a las ovejas del redil, se encontraron ahorcado al herrero de un álamo cercano al pueblo. Su figura gigantesca se balanceaba y sus ojos, claros como el agua, destacaban abiertos, asombrados, en su tiznada cara.

                                                  

© Socorro González- Sepúlveda

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