Siempre andaba tiznado. Sus ojos claros destacaban en el
negro de la cara. Era un hombretón poderoso, como un gigante. Cerca de su casa estaba la fragua, negra y
estrecha. Una ventana dejaba salir las chispas de fuego al golpear el
hierro. Su hijo mayor le ayudaba en sus
tareas, que no eran muchas, porque en el pueblo había dos herreros y caballerías
para herrar. Era pobre, muy pobre. Lo que ganaba en la herrería no le llegaba
para alimentar a su numerosa prole.
La esposa del herrero era grandota, como corresponde a la
esposa de un gigante. Siempre se la veía con un niño en la cadera, otro en la
mano y un tercero cogido de sus faldas. No paraba en casa. No le gustaba porque
era fea. No tenía ventanas ni puertas; las habitaciones estaban separadas por
cortinas. Las camas casi nunca estaban hechas y en la cocina, junto a una
lumbre escasa, se arrimaba un puchero en el que se iba cociendo lo poco que
había. En el patio no había un solo árbol de sombra ni plantas con flores.
Enredada en la pared había una parra que daba uvas, pero los chicos se las
comían antes de madurar.
Los hijos del herrero eran todos guapos. Los había rubios
y morenos, con el pelo rizado, enmarañado y sin peinar, pero todos tenían los
ojos claros como su padre y los pantalones rotos. Sus caritas de ángeles no les
impedían hacer travesuras, ni robar fruta y tomates de las huertas. Tenían dos chaquetas
para tres, un jersey y un solo par de zapatos, pero no parecía importarles iban
la mayor parte del tiempo descalzos y se turnaban para ir a la escuela.
La mujer del
herrero no pedía, pero recorría las casas más pudientes para ofrecerse a hacer
cualquier cosa.
─¿Qué puedes hacer tú?─ le decían. Bastante tienes con
cuidar de todos estos.
─¡Qué guapos son!
Entre estas familias, había una que no tenía hijos. La señora era especialmente cariñosa con los
niños y les seguía con los ojos un buen trecho, cuando salían de su casa. Era
costumbre, en las familias numerosas, llevar a vivir con sus tíos algunos de
sus hijos, sobre todo, si no tenían recursos, pero entre esta familia y la del
herrero no existían lazos familiares. No obstante, un día el amo de la casa se
plantó en la herrería e interpeló al herrero.
─Mira, tú no puedes alimentar a tus hijos y mi mujer está
loca por ellos. Déjame alguno. Yo veré la manera de compensarte.
Aquella noche fue eterna para la pareja. Habló el herrero,
lloró su esposa…
─Quiero que mis hijos prueben otra clase de vida. Quiero
darles una oportunidad. Aquí nunca llegarán a ser nada… Eso sí, no quiero nada
a cambio. No quiero que, el día de mañana, me acusen de haberlos vendido.
Al día siguiente, sin dar tiempo a que su mujer se
arrepintiera, cogió a los tres más pequeños y se presentó en la casa.
─Aquí los tienes, mujer, trátalos como si fueran tuyos y
quiérelos mucho, que solo Dios sabe lo que nos cuesta separarnos de ellos.
Para evitar escenas penosas, los padres adoptivos, dejaron
el pueblo con el pretexto de buscar colegios para los niños y se instalaron en
la ciudad.
Se acabó la alegría en casa del herrero. Su esposa daba
vueltas por el pueblo enajenada. Contaba, a quien quería oírla, que sus niños
volverían pronto y nunca volverían a marcharse. Pronto enfermó y el herrero
temió por su vida. Los hijos mayores también abandonaron el hogar, unos para
casarse otros para buscar una vida mejor. Quedaron el herrero y su mujer uno
frente al otro al arrimo de la lumbre escasa, en las largas noches de invierno.
Pensando siempre en sus hijos pequeños y preguntándose si habían obrado bien.
La noticia llegó a principios de otoño, primero fue un
rumor, después una certeza. El matrimonio y sus tres hijos adoptivos habían
perecido en un incendio en una finca cercana a la capital donde residían. Una o
varias chispas de la chimenea, imprudentemente, encendida durante la noche, había
sido la causa.
Días después, cuando los pastores sacaban a las ovejas del
redil, se encontraron ahorcado al herrero de un álamo cercano al pueblo. Su
figura gigantesca se balanceaba y sus ojos, claros como el agua, destacaban
abiertos, asombrados, en su tiznada cara.
© Socorro González-
Sepúlveda
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