sábado, 13 de noviembre de 2021

Malena Teigeiro: La luz del faro

 


La noche que en el cementerio de San Amaro enterraron a Marina y a Juan el mar estaba quieto, tranquilo, y la luz de la luna brillaba sobre él. Sin embargo, la bocina de la Torre de Hércules no dejó de sonar y su rayo de luz, brillando más que nunca, a modo de blanco sudario barría la costa del cementerio.

La barquita de Juan se fue de pesca como cada madrugada. A él le agradan aquellas horas en las que la luz y la niebla envuelven a su barca y al horizonte. Le gusta también porque cuando antes de salir de su casa besa a Marina, esos días de niebla la piel del rostro, del cuello de su mujer, es cálida, perfumada. Al abandonar la habitación después de acariciarla, Juan se envuelve en una bufanda. De ese modo, piensa, retiene el calor de Marina en los labios impidiendo que le entre el frío de la mar. A veces ella se despierta y abre los ojos, sonrientes, dormidos, del color de las aguas marinas. Entonces saca los desnudos brazos de debajo de las sábanas y lo abraza, pero no como por la noche. Ese es otro abrazo, sonríe Juan malicioso. Y también le agradan esas horas porque así contempla cómo el sol rompe y atraviesa la niebla, y él, con el recuerdo del color de los ojos de Marina, mira hacia el final de la mar, allí por donde en los atardeceres sale la luna. Y los compara. Los de ella eran todavía más verdes y transparentes. Aquella mañana, cuando como siempre la besa, a ella se le pasa una nube por la frente. Aprieta con fuerza los ojos y él vuelve a besarla. Esta vez no quiso mirarlo. La negrura de su presentimiento no le permite tocarlo, ni tan siquiera con la mirada. Le ruega que no pierda de vista al faro no fuera ser que choque con alguna roca. Él se despide revolviéndole el pelo. Inquieta, la mujer se vuelve a dormir.

De pronto a Marina la despertó el ruido de una puerta al cerrarse con fuerza. Se levantó y se acercó a la ventana. Las olas de la galerna que había comenzado a rugir justo después de la madrugada, justo después de que Juan se fuera, crecidas por la fuerza del viento, desparramaban la espuma por las peñas con la furia de las bestias enfadadas. La bocina del faro de la Torre de Hércules con dificultad se colaba entre el aullar del viento. Marina corrió hacia la dársena. Al atravesar los jardines, los cabellos de las palmeras se revolvían con locura. La joven vio entrar en el puerto a los que saliendo más tarde que su Juan, pudieron volver a su refugio. El de él, no. Hacía ya rato que, saltando las olas, Juan dejó la bocana y cuando lo hizo, la luz de su barco y la del faro se cruzaron formando una blanca cruz sobre el agua. El corazón del marinero se agarrotó. Mala señal, pensó sacudiendo la cabeza como si quisiera echar fuera los malos pensamientos. Bobadas, se dijo abrochándose el chaquetón.

Marina voló por el muelle gritando su nombre. A trompicones se deslizaba entre las olas que luchaban contra el espigón. Eran altas, fuertes, rabiosas. Pasándole por encima, la azotaban sin que nadie se atreviera a seguirla. De pronto la vieron desaparecer envuelta en la espuma de una ola grande, blanca, de triste barriga amarilla. Ella no se asustó. Sonriendo, mecida en el vientre de la ola, la muchacha se dejó ir hasta el final del cielo, hasta allí en donde sobre un rayo de luz sabe que Juan la espera.

Pasó la galerna y los barcos que salieron a buscarlos regresaban al puerto tristes, con la cabeza baja. Hasta que, ya por la noche, al farero le pareció ver algo sobre la fina arena de la playa de las Lapas. Dio aviso.

Y allí, al pie del faro, vestidos de algas, los encontraron abrazados. Sonrientes. Parecían dormir.

© Malena Teigeiro

2 comentarios:

  1. Precioso y tierno este cuento que por otra parte ha sido y es tan frecuente entre las gentes del mar que pescan en barquitos mínimos

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