Nací con el don de lenguas. Mi madre era francesa, mi padre español, un abuelo inglés, una abuela alemana, otro abuelo ruso, otra abuela griega. A eso habría que sumar dos bisabuelas italianas, dos judías, dos bisabuelos suecos, dos nigerianos. No quise entretenerme con los tatarabuelos ya que muchos rumores indicaban que habían sido piratas, vikingos o bárbaros.
El caso es que siendo un bebé
ya surcaba los cielos en aviones, avionetas, helicópteros…, visitando a la
familia. Y confieso que siento terror a las alturas. En lo único que quizás
podría sentirme cómodo es en los globos, pero no he tenido el coraje de
comprobarlo.
Además, por mi trabajo viajo
constantemente. El último vuelo fue demencial. Con tantas turbulencias pensé
que eran mis últimas horas de vida. Me tapé la cabeza con esa manta que te
ofrecen los aviones que no llega a cubrirte por completo y le pedí a Jesús, en
arameo, para que no perdiera tiempo en traducir, que tuviera misericordia de
mí, que la muerte fuera instantánea, que no la viera venir, que no sufriera. Os
lo ruego.
Un ruido de espanto tronó en
mis oídos. Noté que unas manos toqueteaban mi tersa barriga, no eran
insinuantes, no te hagas ilusiones, me dije; pretendían quitarme el cinturón de
seguridad. Me destapé el rostro y una preciosa mujer me incitaba a salir rápido
de allí, teníamos la suerte de estar al lado de la salida de emergencia. No
tuvo necesidad de repetírmelo. Abrió la puerta. Allí estaban los equipos de
rescate. Venían con un colchón y nos gritaban que nos tirásemos sobre él. Ella
me empujó y los dos caímos uno encima del otro. Nunca me había visto en esa
deliciosa postura, pero duró poco. Nos animaban a ponernos en pie a toda prisa.
Detrás venían cayendo otros pasajeros.
Fue mi día de suerte. No morí.
¡Ni siquiera un rasguño! Solo me dejé atrapar por esa valiente mujer que me
salvó la vida, a la que nunca más he vuelto a ver, y sin embargo, sigue
presente en mis sueños.
© Marieta Alonso Más
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