Tenía un porte
soberbio a sus ochenta años. Consultaba su reloj cada cinco minutos. Una sombra
la cubrió y pensó que la iban a secuestrar. No. Solo querían darle un beso.
―¿Cómo estás, mamá?
Levantó la cabeza. Esa
voz la tenía muy dentro en su corazón.
―Bien ―miró a su
alrededor y confesó― Nuestro hijo no viene a verme.
Había enviudado veinte
años atrás. Una mañana se cayó de la forma más tonta y se rompió la cadera. Le
quedó una pequeña cojera que disimulaba con un bastón. Hubo que contratar a una
persona. Al principio se la veía contenta. Pero un fin de semana encontró a la joven
en la puerta de su casa:
―Su madre no me
permite entrar.
Estaba sentada en su
sillón favorito. Al verla gritó:
―Sinvergüenza.
Pretendes acostarte con mi marido.
El avance de la
enfermedad fue como descender por una escalera con descansillos.
¿Le ha gustado?
Sí.
No hay comentarios:
Publicar un comentario