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miércoles, 29 de diciembre de 2021

Cristina Vázquez: Olor a jazmín

 




Inspirado en la leyenda del hada Melusina

La mirada aviesa de sor Melinda, pese a su dulce nombre, fue la primera impresión desagradable que recibió Atina al entrar en el colegio. Erguida en lo alto de la escalera de granito, bajo una marquesina herrumbrosa, miraba a las recién llegadas con el ojo frío del ganadero que evalúa las reses válidas o inútiles.

La toca almidonada avanzaba a los lados de su cara de monito avispado igual que unas alas desproporcionadas de un insecto lisérgico, lo cual producía un extraño contraste. La visión desagradable de la monja, la dejó desanimada, pues tenía por delante dos meses en esa institución para mejorar su francés y aprobar el suspenso de junio.

Una vez realizadas las despedidas más o menos llorosas o liberadoras de los familiares que entregaban a las docentes, una campana marcó el momento de subir a las habitaciones. En fila de dos se oyó el estrépito controlado de los pasos por las escaleras de las recién llegadas, cuyos nombres estaban marcados en cada puerta del dormitorio correspondiente. A Atina le tocó con Domenica, una milanesa deslumbrante y sabia para sus trece años, y con Julia, una alemana morena y expresiva que miraba con recelo a la desenvuelta italiana.

Había un baño en cada extremo del pasillo, con las habitaciones asignadas a cada uno de ellos. Le pareció correcto el que le tocó en suerte. Un poco antiguo pero limpio y sintió que no hubiera duchas en vez de esa gran bañera por la que tendrían que pasar muchas personas, lo que le producía cierto reparo. Pero todo le resultó adecuado: el dormitorio, la sala de estudios, el comedor, y en el ambiente flotaba un cierto aroma entre bizcocho y desinfectante que le daba confianza.

Empezaron las clases y sor Melinda se distinguía del resto de las monjas por su edad, rigor y por la extraña toca que encajaba su cara como un mosaico inamovible. El resto eran unas hermanas alegres, jóvenes, y con afán de enseñar y divertir a las alumnas. Aunque la sola presencia de la anciana monja producía una especie de corriente helada que paralizaba los juegos o las risas. Se susurraba que nadie conocía su edad y que era la última representante de un antiguo linaje francés, del que provenían reyes y santos. Desprendía un extraño olor indefinible y mohoso. La vieja, a veces, trataba de sonreír, pero su intento no era más que una escalofriante mueca amarillenta que parecía abrir una insondable y putrefacta fosa.

Las dos compañeras de cuarto, Julia y Domenica, entraron en franca rivalidad y como Atina era la única que entendía el italiano y algo de alemán, las noches en el dormitorio empezaron a ser la ONU a tres bandas. Cada una se quejaba de la otra en su propio idioma a sabiendas de que no la entendería y a ella la terminaban abrumando con sus pesadeces.

Una noche, harta de sus quejas, decidió darse un baño como lo hacía en su casa: con espuma, sin prisas y en silencio. Los horarios de los baños estaban pautados, al igual que los días en que se podían realizar. Dos a la semana y otro el domingo, lo que le resultaba incómodo acostumbrada como estaba a su ducha diaria. Se levantó sigilosamente y avanzó por el pasillo con su pequeña linterna. Mientras se desnudaba detrás del biombo que había en una esquina para dejar la ropa, una iluminación tenue surgió y entre las rendijas vio a sor Melinda. Las piernas le empezaron a temblar y se quedó petrificada al ver como la anciana echaba unas sales en la bañera y soltaba con sigilo el agua. Atina pensó que la expulsarían y querría tener alas para poder huir de esa trampa en la que se había metido.

Oyó como se quitaba los hábitos pues tenía los ojos cerrados con la falsa ilusión de que si no veía no la verían a ella, pero al fin los abrió y pudo atisbar a la vieja desnuda, con una carne pellejuda y fláccida y la toca puesta. Se miró absorta en el espejo para quitarse la cofia y apareció una cabeza calva, diminuta. Atina creyó que iba a vomitar, pero la monja sonreía frente al espejo y se metió con agilidad sorprendente en el baño.

Apoyó su espeluznante cabeza en un extremo de la bañera. Al momento siguiente un aroma envolvente de jazmín, rosas, nardos, empezó a inundar la habitación y una brisa suave abrió la ventana. La repugnante sor Melinda se iba convirtiendo en una hermosa mujer cuya melena rubia y abundante caía fuera del baño y unos susurros masculinos mezclados con los dulces y ahogados de la mujer inundaron el cuarto. Atina se puso en cuclillas pues comprendió que se iba a caer. Al cabo de un rato todo cesó. El aroma, los susurros, la brisa y salió del baño la mujer más hermosa que ella hubiera visto nunca. Se miró en el espejo con altanería y cerró los ojos. En breves minutos volvió a ser la vieja fláccida y calva, se envolvió con desgana en su hábito y arrastrando la toca desapareció.

Cuando pudo reaccionar volvió temblando a su cuarto donde sus dos compañeras seguían, ya en directo, insultándose cada una en su idioma y al verla entrar se callaron. La cara de Atina era de una palidez extrema y por más que le preguntaron fue incapaz de contar lo que había presenciado.

Al día siguiente sor Melinda dirigía con la misma mano firme y rugosa la institución y al pasar al lado de ella notó un lejano olor a jazmín, diferente del habitual que exhalaba y sintió su mirada de una manera especialmente intensa durante el estudio.

Llamó a su casa para que vinieran a recogerla. Estaba en peligro le aseguró a su madre.

© Cristina Vázquez

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