Cuento de Navidad
Nuestra barca se aproximaba despacio a la
cueva mientras otras embarcaciones se deslizaban lentas por el mismo mar de
silencio. Nadie decía una palabra. Sabíamos que si nos descubrían estaríamos
condenados a muerte, pero llevábamos varios años haciéndolo y el riesgo parecía
reducirse a medida que pasaba el tiempo. No era cierto, pero mejor creerlo así
para ahogar el miedo.
Recuerdo bien que llegaron un día gris
de otoño, se introdujeron sin notarlo en nuestros pueblos, y nos redujeron a
escombros. Llegaron e impusieron sus órdenes, sus deseos, sus mandatos y
quisieron imponernos hasta su forma de pensar. Arrasaron con todo lo que se
interponía en su camino, como un martillo aplastando nuestros sentimientos,
como una hoz segando cualquier raíz de cordura. No hubo nada que hacer porque
quien podía levantar la mano, bajó la cabeza. Y se quedaron entre nosotros a
modo de amos. Prohibieron las iglesias, prohibieron nuestra religión,
prohibieron cualquier símbolo de alegría y prohibieron la Navidad. Hasta que
descubrimos aquella cueva entre peligrosos acantilados donde nadie se acercaba.
Y menos de noche. Por eso la elegimos.
Y allí nos dirigíamos todos los años,
mis padres, mi hermana Lorena, mi hermano Santi y yo, que entonces tenía quince
años. Pensaba si llegarían a hacerme algo por llamarme Miguel, que es el nombre
de un ángel, pero supuse que no porque en realidad ni siquiera sabrían lo que
es un ángel.
Y en
aquella cueva semi escondida, en un silencio sobrecogedor acompañado por el
ruido de las olas, celebrábamos todos los años una especie de simulacro de
Navidad entre velas, sonrisas y oraciones. Y respirábamos paz. No podíamos
hacer nada más, pero nos sentíamos bien porque, por mucho que se empeñasen, por
mucho que luchasen contra nuestros maltrechos cuerpos y nuestras almas
humilladas, por mucho que batallasen contra los elementos, tanto ellos como
nosotros sabíamos que jamás podrían despojarnos de nuestros sueños.
©Blanca del Cerro
#cuentosparapensarBlancadelcerro
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