Aquella
mañana, Sebastien se levantó con un buen presentimiento. Mientras salía de la
cama y después de la habitación, sus manos parecían temblar más que de
costumbre a causa de la anticipación. De hecho, al contrario que muchos otros
días, el joven ingeniero ni siquiera pasó por la cocina ni se hizo su habitual
bebida energética de desayuno. El hambre física había sido sustituida, más que
nunca, por otra comezón mucho más profunda que parecía acrecentarse a cada paso
que daba hacia el laboratorio. De hecho, cuando llegó a la estancia deseada,
Sebastien se detuvo un instante en el umbral; aspirando con los ojos cerrados
el aroma a tranquilidad que imbuía cada rincón de aquel lugar. Su santuario. Su
espacio sagrado en toda la extrañeza que lo rodeaba en el resto de su día a
día.
Si
le hubieran preguntado y hubiese tenido que responder con honestidad, aquel
ingeniero reconocería sin dudarlo mucho que aquel habitáculo de apenas
doscientos metros cúbicos no tenía mucho de particular. Más allá de lo
sentimental, claro. Cuando trabajaba allí, las paredes se veían revestidas de
madera oscura barnizada, cubierta de esos trofeos y objetos exóticos que
Sebastien adoraba desde que era un mocoso. Entre las silenciosas piezas,
cortinas de enredadera caían y serpenteaban, haciendo caprichosos diseños en
verde sobre castaño. Y, al fondo, el enorme ventanal semiesférico. La puerta al
mundo exterior. ¿Cuándo podría volver a sentirlo sobre su piel, bajo sus
zapatos…? ¿Frente a su rostro?
Con
aquella pregunta martillando más que nunca en su cerebro, esa mañana en
particular, Sebastien apenas se entretuvo más que lo justo para apreciar todos
aquellos detalles. Por el contrario, y en cuanto abrió de nuevo los párpados,
saliendo de su brevísimo trance, sus irises grisáceos se posaron de inmediato
en la imponente figura que ocupaba el centro de la estancia. La luz temprana
que se colaba por el ventanal despertaba reflejos en la cristalina superficie
de las láminas exteriores, las que crearían la cubierta; mientras que sólo los
rayos más osados conseguían hacer destellar el mecanismo que se escondía entre
todas aquellas piezas translúcidas y curvadas. El corazón de la máquina, de su
última invención… y de su sueño de un futuro mejor.
Sebastien
sacudió la cabeza, tratando de eludir como fuese la amargura, antes de inspirar
hondo y adentrarse del todo en la sala. Como de costumbre, cerró la puerta tras
de sí con cuidado. Después y como primeros pasos, se dirigió al perchero más
cercano para vestirse con su mono de ingeniero industrial y se ajustó las gafas
de protección sobre la frente. Por último, tomó su caja de herramientas de
camino hacia la máquina y enseguida se puso manos a la obra.
Lo
cierto era que le había costado más años de los que esperaba; pero hacía un lustro
que, por fin, sus plegarias habían empezado a hacerse realidad. Sus
investigaciones habían dado sus frutos cuando encontró aquel manual en la
biblioteca social de la comunidad en la que vivía. En un mundo plagado de
tecnología hecha a pedazos con retales de un pasado que muchos habían olvidado
ya, el joven encontró ese tesoro de tiempos pasados donde menos lo esperaba:
enterrado, intencionadamente o no, en una esquina polvorienta; entre pilas de
otros volúmenes digitales de contenido insulso que hacía mucho que nadie se
molestaba en revisar o leer.
«Puro
entretenimiento para mentes aletargadas», rezongaba Sebastien para sus adentros
siempre que veía uno de esos dispositivos. «Así le va a esta sociedad...».
Él,
que siempre se había enorgullecido de sus conocimientos y sus capacidades como
ingeniero, a sus actuales treinta años sentía que en definitiva a nadie le
importaba. Nadie quería saber cómo se creaban las cosas o para qué servían en
realidad… Sólo se creían lo que decían los políticos y se dejaban llevar por
sus mentiras, sin atender a razones ni a comprender cómo funcionaba el mundo.
«Gentuza»,
bufaba Sebastien, sin que le escucharan. «No saben ni encontrarse el trasero
con las dos manos y van a ayudar a salir de esta situación… ¿A quién?»
Por
estas y otras razones era por las que Sebastien estaba tan nervioso aquel día.
Con un poco de suerte, su máquina podría cambiarlo todo. Su futuro estaba a
apenas unos tornillos de distancia. Aunque fuera un pensamiento algo egoísta...
―Ses…
Casi
como un resorte y evitando por poco dejar caer la llave inglesa que tenía en la
mano, Sebastien se dio la vuelta; procurando, al mismo tiempo, mantener el
rostro lo más neutral posible y que su disgusto por la súbita interrupción no
se filtrase ni una pizca en las arrugas prematuras de su rostro. A la vez, no
debió sorprenderse cuando la ilusión que rodeaba las paredes del laboratorio se
disolvió en el aire como por ensalmo. Por supuesto, gracias a la acción del
blanco dedo de su esposa sobre un interruptor próximo a la puerta. A ella nunca
le había gustado su decoración.
―Aime…
―saludó a la recién llegada, no obstante, haciendo un esfuerzo máximo de
cortesía―. ¿Qué estás haciendo aquí?
«Es
muy temprano», quiso añadir, pero se contuvo.
Para
bien o para mal, aquella situación ya era cotidiana y Sebastien prefería
repetir la misma escena, una y otra vez, a tener que abandonar una discusión
larguísima y cargada de reproches. La cual, por otra parte, siempre le dejaba
una linda jaqueca que le impedía trabajar. Y hoy no podía permitírselo, no
quería.
Como
suponía, ella no varió el gesto un ápice al escucharlo. Su nueva genética y sus
implantes, obtenidos hacía relativamente poco, harían que ese rostro juvenil
durase mucho tiempo; tanto como el de cualquier otra mujer de la comunidad que
quisiera aparentar lo que ya no era, en realidad. Una y otra vez, Sebastien
sólo se preguntaba qué es lo que había llegado a ver en ella para haberse
decidido a convertirse en su esposo. Claro que, en parte, no había sido sólo
decisión suya… Pero esa queja era algo que nadie de su entorno terminaba de
entender, tampoco. En la comunidad, las cosas eran como eran. Y punto.
―Podría
preguntarte lo mismo ―inquirió ella entonces, sin alzar la voz, pero destilando
una intención inquisidora que, por supuesto no traslució en su rostro blanco
como la nieve, ni en sus ojos ambarinos―. ¿No deberías estar ayudando en el
patio comunitario?
Sebastien
apretó los labios con disimulo, reprimiendo una dura réplica a duras penas.
―Tenía
algo que terminar antes… ―susurró al cabo de un par de segundos, tratando de
deshacer sin éxito el nudo de tensión en su pecho cuando notó la mirada cargada
de lástima de Aime clavada en él―. No tardaré.
Aime
asintió, aunque Sebastien enseguida detectó que no creía una palabra. En el fondo,
tampoco era ninguna estúpida y seguramente habría sumado dos y dos hace tiempo,
pero el joven no se atrevía a confirmar sus sospechas en voz alta… Al menos de
momento.
―No
entiendo por qué haces esto, Ses ―lo reconvino ella entonces, con el mismo tono
que se usa para mostrar a un niño que estás decepcionado con él―. No tiene
sentido… ¿Por qué?
Sebastien
inspiró con hondura. ¿Sería el momento de la verdad? Quizá sí. Por una razón o
por otra, quizá por el presentimiento de aquella mañana, el joven sentía que no
podía demorarlo más. En el fondo, no quería hacerlo.
―Aime,
lo siento ―susurró, con la mayor estoicidad que fue capaz―. Pero los dos
sabemos que esto no puede continuar así.
«No
soy parte de este mundo», quiso añadir.
Pero
se percató de que no era necesario en cuanto la mujer abrió al máximo sus ojos
ambarinos en respuesta a su comentario. Por supuesto y como ya sospechaba, ella
sabía a qué se refería.
―Entonces…
¿te vas a ir? ―susurró, al parecer atónita a más no poder.
Sebastien
suspiró, no sin cierta derrota. Así que llegó el momento de la verdad...
―Sí,
Aime. La máquina está lista.
Era
cierto, acababa de ajustar el último tornillo y su presentimiento al despertar
se había cumplido: estaba preparada. Él lo estaba. Sin embargo, Aime seguía sin
poder concebirlo, desde su posición. Y, aunque una parte del joven ingeniero
pudiese atisbar el por qué, fuese el sentimiento mutuo o no, Sebastien había
rezado durante meses porque ese momento no fuese tan violento. En honor a la
verdad, debió saber que sería así.
―Pero…
¿por qué? ―insistió Aime, de nuevo sin alzar la voz, pero esta vez con el
rostro de porcelana algo más desencajado. Parecía… muy nerviosa. Y… ¿era la
imaginación de Sebastien, o el finísimo cuerpo de su mujer, fruto de la dieta
de la comunidad a base de productos nutritivos de síntesis, estaba temblando? ―.
Tienes una vida aquí, Ses… No sé qué es lo que quieres buscar… ―Aime hizo un
gesto de algo que parecía repugnancia y que dolió a Sebastien más de lo que
quería admitir―.... en ese pasado tuyo.
El
ingeniero se incorporó del todo y la encaró, el rostro volviéndose inexpresivo
casi sin esfuerzo.
―No
es “mi pasado”, Aime. Sabes que, en realidad, es mi presente. Y quiero poder
tener un futuro. Algo de verdad. No… Esto.
Señaló
a su alrededor con un brazo, al metal inerte que cubría paredes y suelos por
doquier. Al menos cuando podía encender el mecanismo de realidad virtual que
había desarrollado hacía casi cuatro años, el hombre podía evadirse de la cruda
verdad que lo rodeaba. Un futuro al que nunca quiso llegar, pero en el que un
maldito accidente de criogenización lo obligó a aterrizar.
Aquella
primavera de mil novecientos ochenta, Sebastien estaba a punto de dar el salto
a la fama por un descubrimiento sin precedentes en la tecnología de
preservación de tejidos en el prestigioso Centro de Nuevas Investigaciones de
las Ardenas, al noreste de Francia. Pero, por desgracia y un maldito error de
cálculo imperdonable, Sebastien se había convertido en sujeto estrella de su
propio experimento… Permaneciendo mil quinientos años en letargo hasta que
alguien descubrió su cápsula y decidió devolverlo a la vida consciente. Ahí, el
joven Sebastien Dupond descubrió una terrible realidad que nadie de su tiempo
anticipaba: la decadencia de la Tierra, hasta convertirse en un planeta
inhabitable; en el cual, la única solución para los que no deseaban emigrar a
otros planetas ya terraformados, aunque aún a medio explorar del Sistema Solar
había sido enterrarse bajo el suelo de aquel que los vi nacer.
Así,
la corteza terrestre se había poblado en pocas décadas de túneles y
asentamientos prefabricados, sin más luz que la que generaban las tecnologías
subterráneas de última generación y sometidos a una dieta de subsistencia que
había surgido en laboratorios de todo el mundo poco antes del Gran Desastre
Climático; una nutrición que, para bien o para mal, se había terminado
asumiendo como la única posibilidad de subsistir. Pero Sebastien no podía
conformarse con eso. Ni siquiera con la tecnología anti-edad que permitía vivir
más años. De hecho, si fuera por él, no se quedaría a respirar en aquel mundo
un minuto más de lo necesario.
―Aquí
tienes un futuro ―lo rebatió Aime de todas formas, muy seria. En ese instante,
el hombre casi dio un respingo en el sitio cuando vio que la mujer se echaba
una mano temblorosa a la zona del vientre; sabiendo lo que significaba la
silenciosa noticia, pero menos preparado que nunca para ello―. ¿Por qué no
tener un futuro conmigo? Con… ¿nosotros…?
Sebastien
resopló para sí, sintiendo por milésima vez en aquellos años cómo su voluntad
pretendía flaquear ante las emociones más básicas del ser humano. Sin embargo,
hacía mucho que era consciente de la dura verdad: no podía considerarse un ser
humano viviendo en aquella situación. Su conciencia no se lo permitía.
― ¿Un
futuro bajo tierra, Aime? ―preguntó entonces. No había acritud en su voz, pero
la mujer pareció acusar el golpe porque apartó la vista unos milímetros―. Lo
siento, pero no puedo concebir mi existencia en un lugar así. No cuando todo
está previsto de antemano, mi comida está medida por mis necesidades
nutricionales y hasta un programa de aptitud genética decide con quién tengo
que procrear.
El
rostro de Aime se contorsionó apenas al escucharlo, dando paso enseguida a la
rabia de siempre que discutían.
―Eres
un ingrato, Sebastien ―le espetó―. No te mereces nada de lo que tienes.
El
ingeniero sacudió la cabeza. Quizá era cierto, pero tampoco quería nada de lo
que aquella sociedad le podía ofrecer. De ahí que hubiese decidido fabricar una
máquina del tiempo con aquellos diseños antiguos. De ahí que, noche tras noche,
rezase porque el experimento funcionase. Y, si no se equivocaba, era el momento
de ponerlo a prueba. Despacio, Sebastien Dupond se dio la vuelta y encaró el
enorme aparato.
«Ahora
o nunca», rezó.
― ¿Ses?
―lo llamó Aime a su espalda, el timbre de voz rozando la angustia. Aunque él
sabía que, desde hacía mucho tiempo, hasta las emociones se controlaban con
implantes, no por ello dejó de sentir una diminuta punzada de remordimiento en
el corazón―. ¿Qué haces?
Sin
hacer caso de su súplica, Sebastien se encaramó a la máquina y se sentó frente
a los brillantes mandos metálicos. La luz seguía cayendo sobre ellos desde los
focos del techo. Y, aunque fuera la misma que durante su ilusión anterior de
rayos solares, ahora aquellos haces blancos se veían insulsos. Anodinos y
fríos.
―Lo
siento, Aime ―se disculpó―. Pero prefiero volver a un mundo de incertidumbre
que seguir en un universo artificial donde todo está decidido de antemano.
Espero que lo entiendas.
La
mujer alargó una mano temblorosa hacia él, sin moverse de la puerta, como si
así lo pudiese retener. Y Sebastien, procurando no pensar en lo único que
dejaba atrás que podía merecer la pena, accionó la palanca de activación de la
máquina del tiempo que lo devolvería a su época… A su mundo y a ese futuro que
nunca pudo vivir. Porque, como le había dicho a Aime:
«Prefiero
un futuro incierto donde no sé qué ocurrirá, antes de uno donde sé de antemano
lo que va a ocurrir».
Porque,
si sabes lo que te va a suceder casi con total certeza durante toda tu
existencia... ¿Qué sentido tiene vivir, en realidad?
Relato original candidato a la
Antología “Visiones 2021” de la AEFCFT
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