Nunca se ha ido de viaje.
Dice que ¿para qué? Si él es un turista en la aldea donde nació. No necesita
subirse en un avión, ya lo hace en su burro, en la bicicleta o mejor aún, viaja
a pie.
Su terruño lo tiene todo: Un
puente romano que algunos aseguran que es medieval; murallas ruinosas de la
época en que estuvieron allí los sarracenos; una cueva que para entrar en ella
te pinchas con las zarzas cargadas de moras; un olmo que si te subes a la rama
más alta divisas llanuras sembradas de trigo y cebada; un castillo que es hogar
de cientos de palomas…
Además, puedes escuchar el
tañido de las campanas de la iglesia del siglo XIII desde cualquier punto en
que estés. Y si pillas al cura de buen humor hasta te enseña una copia de la
Magdalena de Tiziano hecha por uno del pueblo.
Si te quedan ganas de más
puedes contemplar a la luz de la luna lo mismito que has visto a la luz del
día. Y si llueve, truena o relampaguea hasta lo puedes ver diferente.
Unas catorce casas están en
pie. Dos o tres ostentan escudos que fueron de nobles caballeros, otras las han
remozado y le han agregado esto o aquello. Las hay que han venido a menos, ya
ni siquiera se sabe a la escala social a la que pertenecieron. Aunque todas
tienen algo en común: ojos y oídos. Lo dice la única pareja joven que hay en
este rincón de mi tierra.
Lo que es él no precisa pasaporte,
ni billetes, ni reservas, ni equipaje. Se levanta, estira la manta, prepara su
café con leche, separa un buen trozo de hogaza, pincha el chorizo que cuelga en
la alacena, y lo corta en rajas muy finas para que le dure, se sienta en la
mesa que cojea ligeramente de una de las patas, recoge la taza, el cuchillo y
las migas, coloca todo en su sitio, se pone en marcha y en un par de horas está
de vuelta.
Y si ha acaecido algo importante
durante su ausencia, que merezca la pena saber, con decirle: ¿Qué?, a la tía Gumersinda
que pasa las horas detrás del visillo…, pues se entera de todo con lujo de
detalles.
© Marieta Alonso Más
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