-Lágrimas de cocodrilo -ronroneaba mi madre al verme llorar.
Y acertaba. Un puchero a mi
padre remedio santo, pero ella era dura de roer. Por eso los permisos se los
pedía a él. Hasta que un día espléndido se volvió turbio cuando me contestó que
desde ese instante la encargada de dar la aquiescencia a mis diarias peticiones
sería mi madre. Se me cayó el alma a los pies.
Sollocé, grité, empapé con mi
llanto el cojín bordado a punto de cruz que tantas semanas de intenso trabajo le
costó a mi madre, proclamaba que le había dado más quehacer que a Cervantes
escribir El Quijote. Si lo menciono es porque el dibujo era del hidalgo, de Rocinante, de Sancho
y de Rucio.
Un día que me dijo que si no
quitaba el polvo del mueble del salón no saldría con mis amigas, le expliqué concienzudamente
que no era culpa mía el haber nacido en domingo, un día dedicado al descanso. Y
sin ninguna consideración me soltó: «Cada uno es tal como Dios lo hizo, y aún
peor, en muchas ocasiones».
Mimosa le contesté que al día
siguiente haría limpieza general, pero no se dejó engatusar y se fue susurrando:
«Más vale un toma que dos te daré». Era muy dada a los refranes.
Cada vez que le pido dinero
para comprarme ropa me lleva al armario y señala mis vestidos sin hablar y
cuando intento convencerla de que no tengo nada qué ponerme, declara: «Desnudo
nací y desnudo me hallo, ni pierdo ni gano».
No puedo con mi madre.
Me he declarado en huelga de hambre ante la esclavitud a la que estoy sometida, y he ido a dar las quejas a mi padre que me dejó boquiabierta cuando imitando a mi madre le oigo decir: «Confía en el tiempo, que suele dar dulces salidas a muchas amargas dificultades».
Yo
sabía lo de: «Mujer refranera, mujer puñetera». Pero me pregunto: Y de los
hombres ¿qué?
© Marieta Alonso Más
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