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martes, 1 de marzo de 2022

Amantes de mis cuentos: ¡Qué frustración!

 



Como vivo en la ciudad me encantan los animales. Según mi madre si viviera en el campo otro gallo cantaría. La primera vez que fui de excursión con el colegio a una granja, era un lindo día de verano bañado por el sol. Me levanté exultante, repleto de expectativas, sin pereza.

El primer gran disgusto me lo llevé en el autobús. El profesor que nos iba contando el modo de vida y preferencias de algunos animales, dijo que los conejos no se pirran por las zanahorias. Eso no es cierto, le contesté. Mi mascota, Puppy, que es el conejo más listo de este mundo, a la hora de comer se pone debajo de mi silla y cuando después de saludarlo con un: ¿Qué hay de nuevo, viejo?, le doy zanahorias crudas, y hasta cocidas, se las come. Y todo esto lo hacemos bajo la mirada regañona de mi madre.  

El profe vino hacia mí y me revolvió el pelo con cierto aire de benevolencia. Explicó que algunos animales, como podría ser el caso de Puppy, se convertían en urbanitas, en supervivientes, tras licenciarse en la Universidad de la Vida. Como no le entendí, me callé.

Llegamos a la granja y pronto se me pasó el disgusto viendo pacer al ganado junto a los terneritos. No me acerqué mucho porque según mi abuelo las vacas tienen buena leche, pero muy mala intención. Si las molestas te dan una patada y luego te cagan encima. Después nos subieron a unos borriquitos y nunca me he sentido tan grande. Una ovejita no se separaba de mi lado como queriendo que la llevase conmigo. Todo iba bien, hasta que llegamos a la charca donde nadaban los patos con una placidez como si no tuviesen que ir al colegio, solo nadar, comer y disfrutar.

Me entretuve en contarlos uno a uno. Había más de veinte, de todos los tamaños y colores: blancos, amarillos, casi negros con alguna pluma en azul, la cabeza verde y el pico amarillo, otros tenían un mechón marrón oscuro. Estaba tan ensimismado con ellos que no me percaté que una mamá pata con siete patitos se acercaba peligrosamente a mí.

Iba a espantarlos cuando los ojos se me fueron hacia el último de la fila. Era el patito más feo que había visto en mi vida. Me costó cerrar la boca de lo asombrado que estaba. El pobre patito me miraba como si yo le pudiera dar un hálito de esperanza. Me dio tanta pena que me senté sobre la hierba, crucé las piernas y lo tomé entre mis brazos. Para que no se llevara a engaño, le expliqué concienzudamente que no esperara convertirse en un bello cisne. Eso solo ocurre en un cuento de un tal Hans Christian Andersen, le dije, un excelente escritor según mi padre, a mí, en cambio, me resultaba un poco mentirosillo, porque si bien era verdad que mi abuelo afirmaba que todo estaba en la literatura, mi madre, en cambio, aseguraba que los cuentos, cuentos son.

 

© Marieta Alonso Más


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