Como vivo en la ciudad me
encantan los animales. Según mi madre si viviera en el campo otro gallo
cantaría. La primera vez que fui de excursión con el colegio a una granja, era
un lindo día de verano bañado por el sol. Me levanté exultante, repleto de
expectativas, sin pereza.
El primer gran disgusto me lo
llevé en el autobús. El profesor que nos iba contando el modo de vida y
preferencias de algunos animales, dijo que los conejos no se pirran por las
zanahorias. Eso no es cierto, le contesté. Mi mascota, Puppy, que es el conejo
más listo de este mundo, a la hora de comer se pone debajo de mi silla y cuando
después de saludarlo con un: ¿Qué hay de nuevo, viejo?, le doy zanahorias
crudas, y hasta cocidas, se las come. Y todo esto lo hacemos bajo la mirada
regañona de mi madre.
El profe vino hacia mí y me
revolvió el pelo con cierto aire de benevolencia. Explicó que algunos animales,
como podría ser el caso de Puppy, se convertían en urbanitas, en
supervivientes, tras licenciarse en la Universidad de la Vida. Como no le
entendí, me callé.
Llegamos a la granja y pronto
se me pasó el disgusto viendo pacer al ganado junto a los terneritos. No me
acerqué mucho porque según mi abuelo las vacas tienen buena leche, pero muy
mala intención. Si las molestas te dan una patada y luego te cagan encima. Después
nos subieron a unos borriquitos y nunca me he sentido tan grande. Una ovejita
no se separaba de mi lado como queriendo que la llevase conmigo. Todo iba bien,
hasta que llegamos a la charca donde nadaban los patos con una placidez como si
no tuviesen que ir al colegio, solo nadar, comer y disfrutar.
Me entretuve en contarlos uno
a uno. Había más de veinte, de todos los tamaños y colores: blancos, amarillos,
casi negros con alguna pluma en azul, la cabeza verde y el pico amarillo, otros
tenían un mechón marrón oscuro. Estaba tan ensimismado con ellos que no me
percaté que una mamá pata con siete patitos se acercaba peligrosamente a mí.
Iba a espantarlos cuando los
ojos se me fueron hacia el último de la fila. Era el patito más feo que había
visto en mi vida. Me costó cerrar la boca de lo asombrado que estaba. El pobre
patito me miraba como si yo le pudiera dar un hálito de esperanza. Me dio tanta
pena que me senté sobre la hierba, crucé las piernas y lo tomé entre mis brazos.
Para que no se llevara a engaño, le expliqué concienzudamente que no esperara
convertirse en un bello cisne. Eso solo ocurre en un cuento de un tal Hans
Christian Andersen, le dije, un excelente escritor según mi padre, a mí, en
cambio, me resultaba un poco mentirosillo, porque si bien era verdad que mi
abuelo afirmaba que todo estaba en la literatura, mi madre, en cambio, aseguraba
que los cuentos, cuentos son.
© Marieta Alonso Más
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