En la vida de Ena todo funciona con el orden y la métrica de las notas escritas en un pentagrama, lo que le hacían sentir como si en vez de una mujer fuera una partitura. Así, en la casa de sus abuelos y padres, el almuerzo se sirve a las dos en punto, el té a las cinco y la cena a las ocho y media. Las comidas y desayunos son medidas en proteínas, grasas y vitaminas. Las visitas se hacen y reciben a las horas y días programados a primeros de mes. Y los vestidos, hiciera frío o calor, son acordes con las temporadas, de oscuras lanas en invierno y livianos algodones en verano. En aquella casa se cumple a raja tabla con el orden de las pulcras listas que, como si fuera una directora de orquesta, la madre de Ena elabora para dirigir la casa. Todo ha de hacerse con ritmo, sin que nada sea discordante, repite una y otra vez con una redonda boquita que a Ena se le asemeja a uno de los agujeros del corcho con el que, piensa, está hecho el cerebro de su madre.
Con respecto a la educación de sus hijos, para aquella familia lo más importante era el profundo conocimiento de la música en sus distintas vertientes. Como paso principal, y nada más nacer, se decide el instrumento de cuerda que cada uno debe tocar con perfección. La mujer era feliz sentada delante de sus retoños escuchando aquellas canciones que, con más arte que gracia, entonaban los dúos, tríos o cuartetos formados por su hijos.
Así, rodeados de orden, partituras y sonrisas, van pasando las semanas en aquella casa en la que todos sus habitantes parecen pertenecer a una Arcadia feliz. Todos menos Ena. A ella en el reparto de instrumentos, le correspondió el chelo. ¡Dios mío!, se dice una y otra vez a sí misma. ¡Cómo odio esta inmensa cosa entre mis piernas! La única música que le gusta es la que entra por las noches en su habitación a través de la ventana. La que una orquestina toca en el palco del kiosco. Sin que sus padres lo sepan, ella se asoma a la ventana. Envidia a aquellas felices jóvenes que giran aferradas a sus parejas. Y cuando divisa a alguna que se detiene para besarse, la cierra ruborizada.
Últimamente, Ena vive de forma díscola y desobediente. Entre otras cosas se despierta tarde. Ha descubierto la felicidad que produce quedarse un ratito más entre sus blancas sábanas. Pero lo que desde hace tiempo ya no soporta, es la voz de su madre, que impecablemente vestida, con su sempiterno broche en forma de piano cerrándole el cuello, le insiste: Ena, por prisa que lleves, los movimientos del cuerpo tienen que ir acordes, acompasados, unidos unos con otros, como si llevaran el compás de una feliz canción. Y mueve la mano marcando los tiempos de la clave de sol. Y su abuela, que las contempla emocionada, la acompaña golpeando rítmicamente con la patilla de las gafas encima de la mesa. Y ese toc, toc, de la madera producido por su madre, unido al tic, tic, de las monedas que le cuelgan de la pulsera a su abuela, la ponen frenética.
Aquella mañana, una vez más, se levanta tarde. Recogiéndose el cabello se dirige al comedor. Con los dedos en la manilla, decide que está cansada de tanta música, que no aguanta más a aquella familia que observa con sorna al que no sabe cómo pulsar a la perfección las cuerdas de un instrumento. Y como se considera inútil como violonchelista, sin pensárselo dos veces, no entra en el comedor.
Se fue de madrugada, no sin antes haber recogido las joyas de su madre y de su abuela. Lo que primero que hizo fue vender el broche con forma de piano. ¿No le da pena deshacerse de algo tan original?, le preguntó el prestamista. Ella movió la cabeza. Lo haría aunque no tuviera necesidad de lo que puedan darme por él, se dijo para sí. Cuando salió de la tienda con el dinero de las teclas de brillantes, comenzó a sentirse liberada del ritmo, de la perfección de las composiciones, y aunque no sentía ningún daño, sin saber por qué, con gusto comenzó a arrastrar una pierna. Le alegró comprobar que a causa de ello su cuerpo comenzó a moverse sin orden ni concierto camino de la estación del tren. De pronto, se detuvo delante del espejo de un escaparate. Sonriente, sin dejar de contemplarse, introdujo los dedos entre el cabello deshaciéndose el peinado. Luego se desabotonó el cuello de la blusa. Esta es la sinfonía incompleta, se dijo. Y rompiendo todas las enseñanzas, por primera vez corrió libre.
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