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jueves, 31 de marzo de 2022

Mariana Romero-Nieva: El paseo

 


 

Era una hermosa tarde primaveral cuando cogí tu pequeña mano y salimos a pasear por los jardines de mis fantasías.

Corríamos y reíamos tragándonos a sorbos la felicidad.

Llegamos a un hermoso lugar que para ti era nuevo… para mí, el principio de algo que ahora ronda en mi cerebro con la magia de un sueño. Caminamos deprisa para llegar a ese sitio, que, cómo en un cuento de hadas nos introduciríamos abrazados a la plena felicidad de nuestra vida.

Allí entramos, soltaste tu mano de la mía para observar entre hierba y piedras como se movían los pequeños insectos que se arrastraban sin hacer ruido. Corrías entusiasmado detrás de ellos, de los pajarillos que se acercaban a picotear las hormigas.

Arrancabas pequeñas florecillas que me regalabas. Tus grandes ojos me miraban con una enorme y hermosa sonrisa, depositabas en mi cara besos largos, mientras tus manitas acariciaban mi pelo revoloteando como las blancas mariposas que perseguíamos.

Recuerdo tu pantalón corto azul marino, tu camiseta blanca y aquella chaquetita a rayas que siempre te querías poner.

Eras el niño más hermoso y simpático de la tierra, eras líder entre aquel grupo que siempre te elegía. Entrabas, desde la calle a casa con ellos pidiendo la merienda, no sólo para ti, también para alguno de los amigos cuya casa quedaba más lejos porque no queríais interrumpir el juego.

¡Así eras tú…!

Aquel día de paseo por el enorme jardín de mi loca imaginación, corrías y corrías queriendo alcanzar el final del universo.

Yo, muy atenta, vigilaba tu juego, pero llegó un momento en que te perdí de vista, te vi correr y a medida que te alejabas, tu pequeña estatura aumentaba…

¡Yo gritaba llamándote, detenías tu carrera, me mirabas y volvías a correr!

¡Corrí a tu alcance saltando piedras y ramaje… cuanto más quería detenerte, tú más te alejabas… y crecías, crecías y crecías ante mis ojos perplejos!

Te divisaba a lo lejos, te elevabas como el ave Fénix a un lugar que no tenía final.

Yo me quebré como un tronco seco que se desmorona, como el junco que le sostiene en pie una coraza de hielo.

¡Me quedé mirando al inmenso horizonte que te iba haciendo desaparecer! La larga flecha de mis ojos no te alcanzaba, ciegos y hundidos se cerraban muy apretados. ¡Perdí tu recorrido sin poder ya divisarte!

Saltaron de mis manos las florecillas que recogiste para mí, los besos cayeron al suelo y mi pelo cambió de color.

¡Una sacudida de muerte me tiró al suelo, me abracé a la tierra sin poder detener un río de lágrimas!

¡Lloré, lloré y llorè! Hasta que mi llanto convirtió la tierra que abrazaba en barro.  Poco a poco me hundía envolviéndome en su áspera oscuridad.

Mi cerebro moría, mi corazón ardía como una mecha de pólvora, el alma saltaba a mi lado queriendo escapar de ese cuerpo trasformado en una estatua de barro hundida en el fango de la tierra. La noche me sorprendió y la Luna me dio calor con su manto.

Creo haber pasado años como la Bella Durmiente, esperando que tu mano, convertida en la de un hombre fuerte, rompiese la coraza de barro y me dejase ver la luz.

¡Y llegó…!

Un día pasó por allí el sembrador de flores, vio un pequeño espacio de tierra virgen, empezó a mullirla, vi la luz y escapé para continuar buscándote.

¡Me encontré con un lugar muy diferente! ¡Las hormigas eran seres humanos, las mariposas niños que corrían, las florecillas hermosos árboles, el horizonte inmenso por el que te marchaste se ocultaba entre una espesa nube color plomizo, el sol no brillaba tanto como brillaba en tu pequeña cabecita!

Allí empezaron a morir mis fantasías y me encontré con la realidad.

Yo ya, no podía correr, mi vista no alcanzaba largos espacios, mis pasos eran torpes y lentos, mi respiración agitada, mis manos no tenían fuerza, mi pelo era blanco y más escaso.

Ese largo camino de deseos y fantasías era agotador, busqué la oscura piedra adonde descansaba contigo en mis brazos y no la encontré, en su lugar un banco de piedra blanca y pulida mucho más cómoda. Allí me senté y me puse a escarbar en mi memoria.

Me di cuenta que lo ocurrido sólo sucedió por una razón: quería recuperar lo perdido como si todo fuese un cuento. Quise adormecer un dolor que entró en mí, como un okupa que tomó posesión de mi vida, forzando mi resistencia. Caminé sin alma, sin ilusiones, y sola:  tomando la temperatura a un delirio y poniendo parches a un presente que tenía herido.

Tomé el camino de regreso sin tus flores, sin tus besos y sin la luz de aquella primavera. Saqué la llave, abrí la puerta de casa con el mismo deseo que se abre el libro del que ansías ver el final.

Todo estaba en silencio, me preparé una taza de tila para calmar un poco mí atormentado cerebro, abrí el grifo del agua, me refresqué la cara, puse una pequeña gota de colirio en mis agotados ojos.

Con el alma templada fui auscultando las fotografías que estaban repartidas por las estanterías. Me sentí satisfecha de mis muchos sacrificios e inquietudes realizadas, durante mi larga vida. No todo lo hice bien, pero puedo asegurar que lo intentaba.

Mi corta vista se detuvo delante de la foto más grande que colgaba de la pared, eras tú, el niño, ya hombre, que se escapó de mi mano y corría queriendo alcanzar el final, de un horizonte azulado que con tanta fuerza te atraía.

En ese mismo instante se colocaron todas las células de mi ser. Cruzaste en tu carrera mar y tierra, diste alegría y auxilio a los desafortunados, llenaste tu Aula de Enseñante con ilusión y buen hacer, anduviste calculando la vida por diferentes caminos, hasta que una explosión de tu sangre te llevó de la mano al Dios Supremo que con tanta fe adorabas. Puse un beso en toda tu imagen. Y mirándote, abrazada a esa Fe y al calor de la esperanza, puse mi vida a descansar.

 


© Mariana Romero-Nieva

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