Me llamo como me inscribieron mis padres. Y a nadie le importa. Una mañana que llovía a intervalos ya me desperté con ganas de suicidarme, y antes de hacer una tontería decidí bajar del undécimo piso en el que vivo y salir a caminar sin rumbo fijo. Se me olvidó ponerme la gabardina y la gorra. Al cabo de unos minutos parecía un pollo mojado. No me importó. La gente me miraba como si yo no fuera normal. A lo mejor tenían razón. Me senté en un banco frente al Museo del Prado para decidir si regresaba a casa o seguía andando bajo la lluvia.
No creo que hubiese tomado
una determinación cuando mis pies, por libre albedrío, decidieron entrar en el
museo por la puerta de Goya. Este me miró con cara regordeta, algo colorada, de
pocos amigos, la que al parecer tuvo siempre, como si estuviera a punto de
soltarme una fresca.
Creo que esto lo he dicho en
voz alta, porque un hombre mayor, muy bien trajeado, con un paraguas enorme y bastón
sofisticado, quiso ilustrarme: que era un artista difícil, complejo, pero una
persona con mucho sentido del humor, un humor que nacía del pueblo, eso sí, con
temperamento y genio muy vivo. Si usted lo dice, y me alejé. No tenía ganas de
conversación.
El que no me dejó en paz fue
Goya que me llevó, en contra de mi voluntad, hasta el último autorretrato suyo,
uno en que aparece con gorra. ¿Y…? Ni siquiera me contestó. Me fue empujando
hacia una de las salas.
Pero cuando me puso ante un
grupo vestido con la ropa que usaban los majos y majas de mi barrio, hoy
Malasaña, ayer Maravillas, y vi a una dama y un caballero vestidos a la
francesa jugando a la gallinita ciega, muy cerca del Manzanares a su paso por
mi Madrid y la sierra de Guadarrama a lo lejos, me desbordé y lloré por Goya,
por mí, por todo.
Sentí que alguien murmuraba a
mi lado: Su llanto es el mayor homenaje que le han hecho a este gran pintor. Era
el hombre del paraguas enorme y bastón sofisticado.
© Marieta Alonso
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