Leone, nunca supo quién fue su padre. Su madre, Dulce, era una preciosa y elegante gata blanca de angora, con una extraña mirada en sus rasgados ojos negros. Vivía en una casa de Madrid con una señora tan vieja como elegante, que siempre llevaba los dedos llenos de sortijas y a la que le gustaba tenerla en el regazo, en donde la gata, al sentir las caricias sobre la barriga, plácidamente, se quedaba dormida. Dulce era muy amorosa y simpática. Su ama la bañaba y cepillaba todas las semanas y ella, ya limpia y perfumada, como niña perversa y consentida olvidaba su posición, y se lanzaba por las noches a la calle en busca de gatos vagabundos. En los últimos tiempos se había juntado con unos a los que les gustaba corretear por la Casa de Campo y el zoo. De todas estas correrías, solía volver a su casa sucia, cansada y, casi siempre, preñada.
Una camada tras otra, Dulce iba teniendo hijos con su mismo largo y sedoso pelo, por lo que a la señora no le costaba mucho conseguir familias que los adoptaran. Hasta que al fin llegó él: Leone. Según los que estuvieron en el momento parto, Dulce pareció emocionarse al verlo. Sin duda recordaba a aquel macho grande, fuerte, que vivía en una jaula, su amor de una noche en el zoo. Sus mismos ojos rasgados. Su mismo pelo corto y suave como el terciopelo y los mismos ojos color de miel. La mandíbula, fuerte y cuadrada, ya desde que nació, lucía unos hermosos colmillos. Rápidamente se puso de pie lo que hizo que los que allí estaban vieran sus pezuñas fuertes y grandes. Desde que nació tuvo el carácter de su madre, amoroso y amigable, pero sus rasgados ojos tenían un mirar frío, al decir de algunos, maléfico, por lo que nadie quiso adoptarlo. Leone desde el primer momento sintió el rechazo de todos, lo que, pasado algún tiempo, lo hizo caer en una depresión. Dorita, la cocinera de la casa, una señora mayor, con la barriga tan gorda que ni tan siquiera el pequeño gatito podía sentarse en su regazo, intentó paliar sus penares dándole natillas y sardinas frescas, por lo que Leone decidió quedarse a vivir en la cocina.
Aquella mañana amaneció soleada, y aunque el viento todavía era frío, decidió salir al balcón. Sentía la necesidad de tomar un poco el aire y se movió inquieto delante de Dorita que enseguida lo entendió. A ver si así se te templan un poco esos nervios, rumio mientras abría la falleba del balcón. Al tumbarse en el balcón percibió que en el de la casa de al lado dormía al sol, bien estirada, una gatita. Era preciosa. El animalito entreabrió los ojos y le sonrió. Leone no lo entendía. Era la primera vez que, exceptuando a Dorita, alguien era amable al verlo aparecer.
Incrédulo, entró en la casa y se dirigió al espejo que tenía su protectora en el dormitorio. Sin abrir los ojos se colocó delante. Estiró las patas, el cuello y después de un sonoro bufido los abrió. Con sorpresa vio que se había convertido en el gato grande que prometía. El pelo de su cuerpo corto y brillante le encantó, lo mismo que la densa y exuberante melena que le había crecido alrededor del rostro. Se quedó quieto, bien estirado, sin moverse de delante del espejo. Tan solo balanceaba la cola que sorprendentemente estaba rematada con una preciosa borla negra. Después de unos momentos, volvió a la terraza y vio que la gatita seguía allí, pero ahora no fingía dormir. Sin levantar la cabeza le pareció que le sonreía moviendo su rabo, voluptuosa, sensual.
Un profundo rugido acompañó su salto hasta el mirador de su vecina.
Cuando los dueños de la casa abrieron el balcón, Leone, con una garra apoyada sobre una de las patas de la gata, masticaba con fruición los restos del animal.
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