Cuando se graduó en la
escuela de magisterio necesitaba urgentemente trabajar y aceptó lo primero que
le ofrecieron. Dar clases en un pueblo que ni siquiera aparecía en el mapa, al
que llegó en una carreta, que la llevó sin preguntar a una especie de almacén donde
el suelo era de cemento, las paredes sin enfoscar, ventanas sin cristal, donde no
había pupitres ni bancos, solo una pizarra torcida con tres tizas, una mesa coja
y una silla de plástico vacía. Cinco niños de diferentes edades y conocimientos
la recibieron puestos en pie, cantaron el himno nacional y se sentaron en el
limpio suelo.
En
algún sitio un cerdo gruñó y a ella le volvió la voz. Se presentó. Tomó una libreta
y un bolígrafo de su bolsa de viaje y en la primera hoja escribió: «Escuela de
Primaria». Los cinco niños se acercaron:
Benjamín
a sus diez años, casi con tono de súplica, le dijo que no sabía leer ni
escribir, pero que su mamá tenía el antojo de que él estudiase. Su papá no
estaba de acuerdo. Lo necesitaba en el molino. Pero… cuando una madre se empeña.
Sus ojos tenían el color de la aceituna.
Manuela
miraba sin pestañear. Tenía siete años. Su abuelo le había dicho que las buenas
maestras cada vez que hablaban sacudían la modorra de las aburridas aldeas.
Ella no quería que la sacudiese. Sabía leer, escribir, sumar, restar,
multiplicar y dividir. Nada más. Le gustaban los cuentos.
Chicho
tenía nueve años. No sabía su nombre. Él era Chicho el de Carmelo, el
chatarrero. Ese era su padre y Paquito era su hermano pequeño. Y como era de
pocas palabras no dijo nada más.
Paquito
tenía seis años y el pelo negro azulado que se ondulaba los días de lluvia. Iba
allí para comer, cosa que en su casa no siempre podía hacer. ¡Cállate! Y
recibió de su hermano un buen empujón. Le gustaba mucho jugar.
A
Conchita los números y las letras le daban repelús. Solo sabía escribir su
nombre, el de su papá, el de su mamá y el de su hermanito que tenía seis meses.
Era un bebé. En la ajada cartera traía un gran tesoro: sus dibujos. Aquella
niña tenía un don.
Justo
en ese momento llegaron a la puerta el joven alcalde, soltero; el boticario y
su mujer que no tenían hijos, pero no se querían perder el primer día de clases;
el juez de paz, viudo, abuelo de Manuela, acompañado de su hijo y su nuera; el chatarrero
y su mujer, la mujer del molinero; el cura; un par de padres y madres con sus
retoños en brazos y pare usted de contar.
Con
niños incluidos un total de veinte personas. Los habitantes de aquel pueblo.
Venían a saludarla y a pasarle revista. Esperaban haber acertado con la
elección. El representante del Ayuntamiento les había hablado de la obligación
que tenían de educar a los niños y contra todo pronóstico consiguió ponerles de
acuerdo para traer y pagar el salario de una maestra. Que no se asustara por
tan pocos niños, pidió el alcalde. Vendrían más.
Han
pasado muchos años desde aquel septiembre. La habitación pintada a base de cal
que la había recibido con cordialidad y algo de suspicacia ahora era una más de
las otras cinco aulas. Cada curso de primaria tenía un color diferente. El
pueblo había ido a mejor.
Y allí
sigue aquella joven que llegó cargada de ilusiones, que se casó con el alcalde,
que tuvo tres hijos, doce nietos y con la ayuda de dos nuevas maestras todavía sigue
impartiendo clases.
Todo
requiere disciplina y amor.
©
Marieta Alonso Más
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