Trataba apresuradamente de ordenar sus pensamientos. Parecía que todo su futuro se desplegaba súbitamente ante él; y recorriendo su interminable vacío, vio la menguada figura de un hombre al que jamás le sucedería nada.
Lleva esperando un cenicero lleno y dos tazas de café vacías. No vendrá. Vuelve a marcar el número del móvil y otra vez el mensaje que le anuncia que está apagado o fuera de cobertura. Levanta la mano hacia el camarero para que le traiga la cuenta, mientras observa a través de la ventana: Una nube de paraguas oculta la cara de personas apresuradas bajo la llovizna de esa tarde de invierno. El hombre empuja la puerta acristalada para perderse en la calle donde se mezcla el sonido del agua con los villancicos. Él parece no oírlos, solo una triste canción da vueltas por su mente.
Le había dicho que se encontrarían en ese bar. Lejos de la oficina y en medio de comercios, pasarían inadvertidos. «No te preocupes, con las fiestas navideñas todo se paraliza, no habrá investigaciones hasta pasado Reyes y para entonces todo estará solucionado.» Pero nada está solucionado. Se muerde los labios recordando la vergüenza que sintió cuando su tarjeta no le facultó la entrada al edificio, y el guarda de seguridad lo miró con suspicacia antes de decirle que no estaba autorizado a ingresar.
Intenta otra llamada con el mismo resultado. Seré imbécil. ¿Cómo pude creer que mi padrino, como decía que era, me iba a dejar en la estacada? Es cierto que recomendé las inversiones, que las firmé, que las envié a Hacienda y al Banco de España, pero fue él quien me dijo que lo hiciera, que era todo legal, que solo nos saltaríamos algunos impedimentos burocráticos. Están blindados, eso fue lo que me aseguró, solo tú y yo lo sabemos, ya verás cómo en pocos meses estaremos en la cumbre. Seremos la mayor entidad financiera y tú habrás sido el artífice de la operación. Se te compensará. Sí, ya veo cómo me han compensado. Clara me mandó un mensaje diciendo que la policía de Delitos Económicos estaba en mi despacho.
Vuelve a llamar, aunque sabe que es en vano. Está solo.
—No, no estoy solo… ¡Clara!
Fue su secretaria durante los años que estuvo en el banco. Tantas horas juntos, sin apenas vida social, dedicándolo todo a ese trabajo que ahora se había esfumado, al menos para él, los llevaron a compartir algo más. Pero ahora…
Ella acudió al encuentro; su rostro, generalmente relajado dibujaba algo que pretendía ser una sonrisa, pero era solo una línea tensa sobre una mandíbula temblorosa.
—Necesito tu ayuda. No te pido nada ilícito, solo recuperar cierta documentación —solicitó el hombre intentando mantener la calma.
«Sería inadecuado. Deja que me vaya.» Fueron sus últimas palabras, sin embargo Jacinto le pidió otra cita, una vez más, por favor. Ella lo miró desde el fondo de su tristeza y entonces él pudo ver que sus ojos estaban llenos de ayer. Bajó los suyos y le tomó la mano. Estaba fría.
Llegaban a la parada del autobús cuando ella aceleró el paso para cogerlo. Contempló la espalda de la mujer entregando su billete al revisor, después su costado avanzando por el pasillo hasta sentarse junto a una ventanilla. Su mano enguantada llevaba un programa de cine. La última película que vieron juntos. Lo que no pudo ver fue que ella rompió el papel en varios trozos antes de guardarlo en su bolso.
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