A tres generaciones de mujeres en mi familia nos han chiflado siempre las rebajas. Abuela, hija y nieta íbamos juntas, comíamos y hablábamos de nuestras cosas.
Si el inicio de estos
importantes descuentos se remonta a 1930 —tras el crack del 29— he de decir que
la abuela inauguró la temporada. En aquel entonces vivía en La Habana. Era
joven, guapa y se enamoró de un emigrante español con el que se casó y tuvo una
hija. A los diez años de casada se vinieron a vivir a Madrid, justo cuando dos
grandes y famosos establecimientos pusieron en práctica la idea de dar salida
al género de temporadas anteriores. Pepín Fernández y Ramón Areces pensaron que
sería más rentable poner precios más bajos y deshacerse de todo ese material,
que aumentar la superficie de la trastienda. La abuela y mi madre alardeaban de
haber sido las primeras clientas en hacer cola en la calle Preciados.
Hoy solo quedo yo con esa
bonita tradición. Este mes no he faltado a la cita. Después de comprarme un
traje de chaqueta rojo vivo muy adecuado para celebrar mis setenta años, me he
venido a la terraza de un restaurante a comer sola. No estoy triste. La abuela
y mi madre están aquí conmigo.
Una bandada de gorriones
picotea a mi alrededor ajenos al trajín de los humanos y no sé por qué me viene
a la memoria la vez aquella en que le compramos al abuelo una docena de slips
en oferta. Él, acostumbrado a aquellos calzoncillos a media pierna, dijo que
esas modernidades no eran de su agrado. Parecían bragas de mujer, añadió.
Trabajo nos costó convencerlo, pero a los pocos días el abuelo se convirtió en
el gran defensor de esa pieza de ropa por lo cómodos y ajustaditos que le
quedaban.
¡Las rebajas! Ahora las hay a
tutiplén, pero yo sigo siendo fiel a las de enero y a las de julio.
© Marieta Alonso Más
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