Abro los ojos en medio de la oscuridad. Vuelvo a tener el
corazón acelerado y la boca seca. Como cada noche desde que ella se marchó. Ruedo
hasta quedar encarado hacia la ventana, desde la que se filtran algunas luces
de la ciudad. Tomo aire, pero el nudo que tengo en el estómago aún está tenso
como el metal. Respiro una, dos y hasta tres veces hasta que consigo que mi
pecho deje de palpitar.
Cierro los ojos, a la espera de que esta
noche Morfeo al fin se apiade de mí. Sin embargo, no sirve para nada y acabó
por levantarme y dar un paseo por el piso que antes compartía con ella. Ya no
están sus libros, ni las tazas que coleccionaba. Ni siquiera ha dejado tras de
sí un triste cepillo de dientes con las cerdas abiertas o alguna prenda de
ropa. Tan solo a mí.
Llego a la cocina y me sirvo un vaso de leche.
Mi madre siempre dice que es el mejor remedio para una noche de insomnio.
Está fría, ideal para una noche calurosa. Tenía entendido que las rupturas iban
asociadas al frío. Ni para eso he tenido suerte. La supuesta mujer de mi
vida me abandonó en medio de una ola de calor.
Se me escapa una carcajada. Ni siquiera
intento detenerla. La ironía es la más absoluta. Este baile de idas y
venidas comenzó en verano y justo acaba en esta misma estación. Disfruto mi bebida
durante un rato, paso al baño y vuelvo a la cama de sábanas revueltas. Rezando
a cualquier dios que quiera escucharme por dormir. Por no despertarme pensando
en ella. Por ser capaz al fin de aceptar que esta es mi vida a partir de
ahora.
© MJ Pérez
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