Ha llegado el invierno, pero desde esta butaca por mucho que me esfuerce no veo caer copos blancos. Aquí la habitación está caldeada, y hasta las flores parecen de verano. Entonces las estaciones se diferenciaban, te morías de frío o te asabas con el calor. Ahora todo transcurre en una constante placidez que se soluciona con una chaqueta más ligera o más abrigada.
Matilde coge una galleta de la bandeja y el dulce sabor se deshace entre su renovada dentadura. Mira el reloj de la pared. Ya son las cinco y media. Hortensia se está retrasando, hoy vendrá con Julieta. ¡Julieta! Esa niña vivaracha y sonriente, todo lo mira y todo lo pregunta. No se parece a su madre, ella no se interesaba por nada más que por lo obvio, nunca se pareció a mí, pero Julieta… La pequeña me interroga sobre el pasado, quiere saber… Ciertas cosas es mejor ignorar.
—¿Tienes algún secreto, abuela? —preguntó hace unas tardes cuando me vio con mi caja de fotos.
—Muchos, cariño —le respondí.
Y le conté algunos de esos conocidos por cualquiera que haya vivido en la Sierra de Los Ancares. El nuestro, querido, ese no se lo conté. Ese está guardado en las tumbas del pueblo, con aquellos que lo vivieron y que ya no están. Fue un escándalo, un escándalo de amor y muerte.
Como la Capuleto que llevaba tu nombre, yo me enamoré de la persona equivocada. Equivocada para los demás, porque para los personajes de esa tragedia, es decir, nosotros, fue la gran pasión. Un inmenso fuego apagado por una enorme nevada.
Matilde mira la foto remitida por quien fuera su gran amiga y confidente, esa mujer menuda que aún vive en la Sierra al cuidado de sus nietos. La imagen muestra la iglesia a lo lejos, a través de una cortina de niebla… Como aquella mañana. En esta falta algo. La escena final, esa en espera de la caída del telón para que el auditorio libere sus lágrimas.
Mi hermano tenía otros proyectos para mí: El buen Teodosio, un hacendado viudo, con dos hijos y un patrimonio para cubrir las deudas de la familia. El día de autos me ayudó a levantarme del suelo helado en el que estaba tendido mi Montesco y en cuya sangre pretendí ahogarme. Mi hermano continuaba con la escopeta en la mano, gritando que se había merecido el disparo, que nadie se llevaba a una joven de su familia sin pedir permiso. Después, el mortal silencio se instaló en el paisaje, y en esa calma triste se veía a lo lejos la vidriera encendida de la iglesia que salpicaba la gélida oscuridad, resaltando la blancura de la nieve. Pero la quietud se rompió con la repetición de tu nombre, que mi voz lanzaba a los lugares más remotos para devolverlo con ecos prolongados.
Durante mucho tiempo recordaría cómo el hijo mayor de mi madre me arrebató del abrazo de quien más tarde iba a ser mi marido, Teodosio, para llevarme a la iglesia y hundir mi cabeza en la pila «puede que el agua bendita limpie tus pecados», me dijo. Aún conservo la cicatriz del canto del mármol en la mejilla. Teodosio me llevó a su casa, me convirtió en su esposa y tanto él como sus hijos dieron calor a mi cuerpo y a mi alma.
Bajo el efecto hipnótico de la rutina empecé a encontrar mi espacio en ese hogar. Después llegó tu madre. Hortensia fue sietemesina, eso es lo que dijimos en el pueblo, lo que aceptaron sus hermanos y lo que figura en el álbum familiar.
La anciana vuelve a mirar la foto. Acaricia la fachada de la iglesia y se levanta de la butaca en busca de su esmalte de uñas. Desenrosca el tapón y con el pequeño pincel dibuja un reguero rojo en la colina que baja hacia la cañada.
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