Desde la puerta entreabierta de la sacristía, don Paulino observa al hombre que a diario, haga frío o calor, se postra ante la santa. Se pregunta si ha de intentarlo una vez más, si conseguirá hoy que ese personaje, con indumentaria de campesino y un cayado como único acompañante, responda a sus palabras. Su sufrimiento es evidente, piensa el sacerdote, pero mis intentos no logran abrir su corazón.
Destinado hacía apenas unos meses a esa parroquia, don Paulino supo ganarse la confianza y las confesiones de los feligreses. Sin embargo, a pesar de tantos años de sacerdocio era incapaz de acercarse al hombre.
El cura había hecho los deberes. Ante el silencio y distancia de esa criatura que con la boina entre las manos miraba devotamente la escultura de la inmaculada, preguntó por el pueblo.
Su nombre, Simón, de profesión pastor, trabajo heredado de su padre y abuelo, quizás de algún otro antepasado, pero aquellos a quienes interrogó no supieron decirle más. Solo que tenía un chozo de piedra en lo alto del monte, rodeado de un cercado donde guardaba las cabras en verano. En invierno las recogía en un establo cercano a la vivienda. La información recabada por don Paulino se vio enriquecida por Sagrario, la cotilla de la aldea, quien se sintió ofendida al no haber sido consultada.
—Es muy raro el Simón —declaró la señora.
Mientras se expresaba con su aguda voz, mordía uno de los mantecados que había llevado de regalo como excusa para la confidencia.
—Vive solo desde la muerte de su padre. Nunca se le conoció mujer, y por aquí no faltan algunas ligeras de cascos a quienes les hubiera venido bien esa casucha… Aunque esté tan alta en la montaña—. La mujer miró de reojo al párroco en busca de beneplácito a su testimonio, antes de seguir:
—Baja al pueblo en ocasiones para aprovisionarse de vino y alguna charcutería, pues el queso se lo hace él —dijo Sagrario mientras sacudía las migas caídas sobre su falda—. Es hombre de pocas palabras y solo habla del tiempo o de sus cabras.
Cuando el sacerdote le señaló que lo veía todos los días rezando ante la santa, la mujer abrió la boca para decir algo, pero como no se le ocurrió nada, volvió a cerrarla. El cura aprovechó para mirar el reloj, soltar un «Huy, ¡qué tarde!» y dar por finalizada la conversación.
Al día siguiente, al ver a Simón nuevamente ante el altar, don Paulino pensó: Si tú eres pastor de cabras, yo lo soy de almas y se prometió hacerle una visita.
El camino hasta la cumbre es bastante largo y empinado, el calor del mediodía de esa incipiente primavera da de pleno en la espalda del cura, tanto que tiene que quitarse la pelliza, pero ello no le impide llegar a destino a pesar de sus resuellos.
A la casa de Simón le falta no solo una mano de cal sino bastantes arreglos, sin embargo, cuando entra y sus ojos se han acostumbrado a la penumbra, don Paulino constata la limpieza y el orden de la estancia. Sentado en una de las dos sillas instaladas junto a la mesa, se sirve un vaso de vino a la espera del propietario de la vivienda.
—No sabía cuándo, pero sí que vendría —escucha don Paulino una voz ronca a sus espaldas—, por eso dejé la bebida junto con los dos vasos.
El sacerdote se pone de pie para estrechar la mano de ese hombre a la puerta de la cabaña, en su rostro en sombras adivina una sonrisa.
Simón se sienta al otro lado de la mesa y apura de un trago el jarro que tiene ante sí.
—No es como el de misa, pero a mí me sirve para refrescar el gaznate —comenta sin dejar de mirar a su interlocutor.
Un silencio se instala entre los hombres. El visitante lanza un suspiro y cuando va a comenzar a hablar, el otro le dice que no se preocupe, está bien y si va al templo a diario es para ver a la santa.
—Solo me enamoré una vez —continúa, mirando sus nudosas manos apoyadas sobre la madera—. Tenía doce años cuando mi padre me llevó a la iglesia, y entonces la vi.
»Tan dulce, tan hermosa y me miraba con tanto cariño que a partir de entonces solo pude pensar en ella. Pero nunca me perteneció. Estaba demasiado alta para mí. En realidad, ella era de todos.
El pastor saca un pañuelo del bolsillo de la chaqueta y se suena la nariz.
»Como acabo de decir, demasiado para mí, por eso voy al santuario, a pedir que me lleve junto a ella, y así poder estar juntos.
El cura se pasa la mano por la frente como si buscara la frase exacta, quiere aportar ayuda a esa confesión. No está seguro sobre si sus palabras serán las adecuadas, pero se aventura a replicar:
—No debe desear su propia muerte, esta llegará cuando el Señor lo disponga, pero puede estar seguro de que su enamorada está con Él.
—Claro que está con Dios, padre. Es la santa, por eso está allí y la gente va a rezarle.
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