Cuando
terminé la primaria, me acosté y estuve dos días en la cama mientras mis
padres, tíos y primos recogían las aceitunas.
Me
echaron en cara que era una grandísima vaga, que debía combatir a la holgazana,
buena para nada, que había dentro de mí. Protesté. Había logrado aprobar con
buenas notas todas mis asignaturas y tenía derecho a que se me pegasen las
sábanas.
No
tienes más iniciativa que la de un tronco, reprochaba mi madre. Mi padre
meneaba la cabeza. Para los dos la vida había sido dura. Trabajo, deudas,
enfermedades. Ambos ambicionaban que el día de mañana me convirtiera en
presidenta del país o en una próspera mujer de negocios o en una famosa
cirujana. Hacia adelante y hacia arriba era el rumbo que aspiraban para mí.
Comencé
a rumiar grandes venganzas. Mi vida era mía.
Todo
era motivo de regaño, como aquel fin de semana cuando ocurrió lo de Peluche, mi
gato. Tenía tanto pelo y tan blanco que lo tomé en brazos y lo esquilé como una
oveja. Ahora no se separa de mi madre y los dos me miran y me gruñen. Parecen
mellizos porque los dos están calvos, aunque mi madre lo disimula con una
peluca. Yo no tuve nada que ver. Fue la quimio.
La
familia se fue a la almazara para extraerle el aceite a las aceitunas. Aburrida
me puse a jugar con una cuchilla de afeitar. Uno de mis primos preguntó dónde
estaba el trozo que le faltaba, contesté que me lo había tragado y el muy tonto
me creyó. Me llevaron al Hospital. Mis padres regresaron de inmediato. Les oí
decir que no sabían qué hacer conmigo.
©
Marieta Alonso Más
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