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martes, 19 de diciembre de 2023

Liliana Delucchi: Billete de ida y vuelta

 



Casilda dijo no. La excusa era su temor a los aviones, aunque en realidad el miedo radicaba en otro tipo de vuelo, uno que la iba a llevar a recuerdos escondidos y que no deseaba rescatar. Pero Elías insistió. Tenía una necesidad casi física de recorrer las calles, oler cada rincón y abrazar a todas las personas que formaron parte de su infancia. La ausencia se agrandaba y por momentos se sentía perdido.

Ella reconoció los síntomas, también eran los suyos, si bien años de entrenamiento lograron ocultarlos. Todo cambió esa noche a causa de un sueño. Era como una película: Un hombre, debido a una guerra, había escondido algo que ella no llegaba a distinguir. Lo ocultó en una construcción semejante a una montaña redonda, edificada por tubos con una tapa. Cuando, pasada la contienda quiso recuperarlo, empezó a destapar los caños, comenzando por abajo. No lo encontraba; iba subiendo tubo a tubo, pero sin suerte. Llegó hasta la cima, y nada. Despertó.

Con la respiración entrecortada, se puso las zapatillas y salió sigilosamente del dormitorio en busca de un vaso de agua. Lo bebió de un trago y encendió un cigarrillo. Amparada por la oscuridad apenas rota por la luz de la calle, anduvo por el salón, deteniéndose en las estanterías repletas de recuerdos. Esculturas de lugares lejanos, libros gastados de tanto leerlos, pinturas o porcelanas heredadas… A todas ellas, testigos de su existencia hasta entonces, les preguntaba por el sentido de las imágenes que se repetían en su mente y a las que no encontraba sentido.

En su butaca preferida intentó relajarse. Lentas respiraciones la sumieron en un sopor y luego en un sueño profundo. A la mañana siguiente, Elías la encontró dormida con su gato Luciano sobre el regazo. Los cubrió con una manta y fue a preparar el desayuno.

A pesar del ruido del exprimidor de zumos, el hombre pudo escuchar a su mujer:

—Llamaremos a tu hermana para cuidar a nuestro hijito peludo.

—Mi chica valiente —contestó él con una sonrisa mientras le servía un plato con tostadas—. Los monstruos son más fuertes en nuestra imaginación que en la realidad.

Cuando ella le relató los pormenores de su pesadilla, él, con la misma suavidad con que depositó la taza de café sobre la mesa, dijo:

—Yo me preguntaría qué tienes escondido, tan escondido que no puedes destapar.

—Lo averiguaré. De momento me voy a duchar, vestir y al coche.

Las semanas siguientes, Casilda, convencida de que la actividad es el mejor remedio contra las insidias de la mente, con una vorágine de preparativos dejó en suspenso las negras nubes que habitaban sus pensamientos. Si la vida interior se concentraba en la futura reunión familiar tantos años pospuesta, la externa seguía el curso habitual.

Cuando, en el avión y acomodados en las confortables butacas, Casilda y Elías advirtieron el despegue de la nave, se cogieron de la mano, sonrieron y dijeron a la vez «alea iacta est».

A pesar de la diversidad de alcoholes ofrecidos por la azafata, el Lorazepan y la lectura, la joven era incapaz de conciliar el sueño; si lograba una duermevela, volvía a su memoria la pesadilla de la búsqueda entre los tubos. Lo mejor era ver una película, algo insustancial. Sonrió cuando entre la oferta encontró El Mago de Oz. Recordó haberla visto de niña, cuánto le gustaba la canción y, sobre todo, los mágicos zapatos rojos que le permitían a Dorothy regresar a casa en busca de su perro Totó.

Anunciaron el pronto aterrizaje; al abrocharse el cinturón, Casilda pensó en sus hermanos. Si el mayor habría encontrado un cerebro, el segundo un corazón y el menor, coraje, como el espantapájaros, el hombre de hojalata y el león.

Mientras empujaba el carro con su equipaje pudo ver a los tres detrás de la puerta acristalada; una de sus cuñadas llevaba un bebé en brazos, una niña cuya existencia desconocía. Apretó la boca y rogó que sus piernas se mantuvieran firmes. Si esos primeros abrazos fueron sentidos o fingidos, nunca lo sabría.

El trayecto hasta el que fuera el hogar de sus padres lo hizo sumida en las tonalidades ocres de un otoño incipiente, respirando olores olvidados y con la garganta seca. Por la ventanilla del coche se sucedían aceras, terrazas de cafés, niños a su regreso de la escuela. Todo con la semblanza de un pasado que podía tocar con solo estirar el brazo y sin embargo le era esquivo.

Al doblar una calle reconoció la casa, solo la fachada. El salón había cambiado, los sillones de cretona estampada de su madre se reemplazaron por otros de cuero blanco, los muebles tradicionales por minimalistas. A través de las ventanas pudo reconocer los árboles del jardín de su niñez. Más altos, tan frondosos que impedían ver la tapia, sus ramas maduras y fuertes le dieron seguridad. Enderezó la espalda y contuvo un suspiro antes de coger en brazos a su nueva sobrina.

Fue Cristóbal, su hermano del medio, quien, después de los aperitivos le tendió un sobre. Un sobre grande, con manchas de tiempo y humedad.

—Lo dejaste en tu habitación —dijo con dulzura en los ojos.

Fotos de infancia, su título universitario y hasta el original de una historia escrita durante su adolescencia. Entonces pensó si el cerebro, corazón y coraje que echaba en falta en sus hermanos no le faltarían realmente a ella… Y abrazó a los tres.

—Tal vez no era necesario destapar un tubo, sino abrir un sobre —susurró Elías.

A la mente de la mujer regresaron las palabras de Glinda, el hada del norte, «Si no puedes encontrar el deseo de tu corazón en tu propio patio, entonces nunca lo perdiste realmente».


© Liliana Delucchi

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